Ser o no ser

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El rey emérito regresa a España y a todo el mundo, menos a la derechona de siempre, le parece mal, como si lo hubiésemos echado nosotros. Olvidamos que se fue porque no quiso exponerse a la voracidad periodística y no huyendo de una justicia que le resbala: se fue para no dar explicaciones. Claro que su regreso tiene mucho de falta de vergüenza; pero de vergüenza de él, que sigue, que seguirá sin dar explicaciones.

Dice Juan Cruz que es periodista desde hace sesenta años, y que cuando se levanta ya es periodista, y que cuando se acuesta es periodista, y que calzado y descalzo es periodista. Le envidio porque no sé lo que soy desde hace más de sesenta años, porque hace más de sesenta años que me acuesto sin saber qué soy y amanezco con la misma duda.

No soy periodista, eso está claro; pero no porque no haya estudiado una carrera que me habilite: se puede ser periodista (es más, se suele ser periodista) sin haber estudiado oficialmente el oficio (valga la redundancia). En realidad es el periodista, precisamente, uno de esos profesionales que se forjan, que no se aviene a otro molde que el suyo, que, como Juan Cruz, como tanta otra gente en realidad, no tiene forma alguna de llegar a ser sino mejor o peor, pero no otra cosa. Como el gazapo, que podrá ser un conejo mejor o peor, pero no otra cosa, o el rey que puede ser honesto o deshonesto sin perder su privilegio.

Estoy absolutamente seguro de que para Juan Cruz decir honestidad y decir periodismo es decir lo mismo (me consta); para el emérito por antonomasia, no.

Me da envidia esa gente que es algo porque, no sin saber cómo ni porqué, supieron lo que eran a una edad sorprendentemente temprana (y la realidad no les contradijo, como al hermano del rey emérito) mientras que lo que supe yo a esa misma edad era que no sabía qué era. Sabía, aproximadamente, lo que eran un periódico y un rey, lo que eran un médico, un taxista o un vendedor de electrodomésticos… Empero: cada vez que aprendía lo que significaba poseer tal o cual cometido, aprendía que no era el mío; así que me limitaba a ser niño sin preocuparme demasiado del porvenir.

Podía haber sido niña y haberme quedado embarazada y entonces habría importado bien poco cualquier otra cosa que quisiera haber sido: habría ingresado directa y obligatoriamente al mundo del ser algo.

Por que todo el mundo fuese algo (incluso la tía Meli era tía y viuda, categoría mucho más específica que la de niño y, en aquel tiempo, más duradera) no deseaba yo serlo y, si he de ser sincero, no tenía ningunas ganas de ser algo más que un seguir siendo a pesar de la presión que me invitaba, cortés pero firmemente primero y ominosamente después, a concretar mi identidad eligiendo, de entre una lista de especialidades muy difícil de modificar, la habilidad que debía serme tan definitiva y definitoria como el periodismo a Juan, la actuación a Penélope o la inviolabilidad al emérito.

— Niño, ¿qué quieres ser de mayor? — preguntaba la tía Meli.
— Adulto, tita.

Siempre supe que quería ser adulto, de hecho ya lo era de niño, lo cual me ayudó muy poco a ser cualquier otra cosa pues para un niño ser adulto es una tarea que requiere de grandes cantidades de esfuerzo y de paciencia.

En algún momento, claro, fui irreversiblemente adulto y pude, en consecuencia, relajarme un poco y preguntarle a mi madre cuando y cómo adquirió la tía Meli su estatuto de viuda y si sustituyó éste a alguno anterior que me fuese desconocido, pero no obtuve sino una regañina por intentar remover un pasado que pasado está y la confirmación de que tita Meli fue siempre viuda como mi madre fue siempre madre. Entonces pregunté por mi futuro a los futurólogos; pero los futurólogos coincidieron en que para ser algo en esta vida hay que empezar pronto, de niño. Así que no podía ya ser algo más que adulto, autodidacta, diletante y, quizás, si deseaba arriesgarme a eso, republicano.

Aunque si hubiese sido adulta podría haberme casado con el hijo del rey emérito y ser reina; aunque no reina periodista, claro.

No envidio, sin embargo, a quienes lo que tuvieron claro desde su más tierna infancia fue que su inclinación política o religiosa marcaría su ejercicio profesional futuro. Es preferible ser franquista a secas o cura a secas que, por ejemplo, abogado de izquierdas o rey de derechas.

Siendo adulto y republicano quería, sin embargo, no ser un montón de cosas que incluía casi todas todas las cosas, desde animal a zoólogo, desde político a ciudadano. Quería ser sin ser algo; quería incluso ser siendo no ser algo. No-médico, no-policía, no-filósofo, no-político, no-músico, no-rey y hasta no-ladrón.

Volviendo a la niña de antes, que ahora puede decidir abortar sin permiso paterno, me pregunto ¿cómo decidirá no abortar?, ¿cómo?, ¿desde qué convencimiento o conocimiento previo y con qué permisos decidirá cambiar su vida para siempre? Por que a lo primero tiene derecho, sin duda; pero no sé si para lo segundo tiene información, apoyo y garantías suficientes, no sé si sabe que ser madre no es ser todo, no sé si sabe bien lo que se juega, no sé, en fin, si esa decisión de no abortar sin ser del todo adultas no la tienen más fácil las niñas ricas.