Mundos imaginarios

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El video muestra al dinámico líder de la oposición minoritaria mostrando algunas fotografías. No tienen nada que ver con lo que denuncia, no directamente, sino que son fotografías de los pueblos en los que ha sucedido lo que denuncia. Lo que denuncia es que hay gente muriendo por culpa de un virus que no les afecta pero que ha acaparado el sistema público de salud. No le falta razón, ni equivoca su argumento ni su acusación cae fuera de la diana; pero cuando el presidente le responde que vive en un mundo imaginario, tiene razón.

Basta con observar la teatralidad orquestada para los periodistas, la improvisada sofisticación de su puesta en escena, para advertir que se imagina a sí mismo en Madrid, triunfando.

No es que su oponente, el presidente, viva en la realidad real (al menos mientras la realidad real no sea definitivamente privatizada, lo que terminará pasando), no: el presidente vive también en un mundo imaginario, sin saberlo, en el que los propietarios de tal y de cual banco o compañía le palmean la espalda celebrando su pertinente cita de Orwell (al que tampoco han leído) y su habilidad para deslizar la expresión «derecho a una mejor sanidad telemática» en su respuesta.

Llevo viviendo en un mundo imaginario desde que recuerdo y me estorba el protagonismo de estos oportunistas oponentes y sus enfrentamientos en torno a una materia que creen suya. Preferiría, la verdad, vivir a salvo de sus ambiciones, en un mundo donde la realidad no dependa ni de presupuestos ni de estadísticas y ciertas decisiones resulten tan invisibles como irrelevantes sus responsables.

Es la supervivencia (y con suerte la felicidad) la que depende de la filosofía aplicada a estadísticas y presupuestos, a discursos, promesas y cumplimientos; y es la supervivencia (y con suerte la felicidad) la que juzgará las payasadas de estos ineptos devenidos en jefes cuando se sienta amenazada. Algo que ocurrirá al margen de la realidad. La supervivencia carece de la generosidad de la realidad, la supervivencia carece de la paciencia de la realidad.

Salí a darle la cena a Ovidio, el perro. Serían las ocho, esa hora anodina a la que los poetas empiezan a aburrirse de transitar los unos a través de los otros y la noche se vuelve, más o menos, inevitable. Duerme detrás de la casa y no hay más luz que la que brindan las ventanas, así que miro bien dónde piso. Entonce lo vi.

Al principio no lo identifiqué, era una pequeña mancha moviéndose pesadamente entre la pared y el campo sobre las baldosas que rodean la casa. Parecía uno de esos juguetes de inspiración postapocalíptica, una miniatura brutalista al servicio de algún merchandising en estado de gracia, y era sorprendente, espectacular, precioso. Me agaché, lo observé, me enamoró, volví un momento a la infancia. Era un alacrán cebollero (o grillo topo) camino a donde sea que quiera ir un alacrán cebollero a las ocho de la tarde en Magaz de Abajo, a su supervivencia, supongo. No estoy seguro, pero creo que nunca había visto uno fuera de las ilustraciones de los libros de ciencia. Me senté en el suelo hasta que desapareció en lo oscuro. La realidad, la infancia.

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