Todos somos templarios

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Cuando pasas de ilusionarte en un proyecto a sufrirlo es que ha tenido demasiado éxito, que ha extraviado su criterio o se ha extraviado en él. En Ponferrada se propusieron restaurar su castillo (en origen castro celta, más tarde emplazamiento romano y fortificación visigoda, brevemente asentamiento templario, luego castillo del mayordomo de Alfonso XI, después de los Reyes Católicos…), que era una cosa necesaria y a buen seguro beneficiosa para la ciudad en muchos aspectos, pero se ve que entre las modas esotéricas al uso, la satisfacción de pertecener a un grupo (por anacrónico que sea) y la veneración (justificada hasta un punto) por la romántica novela de don Enrique Gil y Carrasco se enviciaron con la Edad Media y, de la misma forma en que todos los gallegos acabaron siendo celtas y todos los sevillanos rocieros, todos los ponferradinos se ha vuelto ahora templarios, y con ellos El Bierzo.

El hecho de que los templarios no pasasen por aquí sino a coquetear con Alfonso IX y a litigar de lindes con los pobres pero aguerridos monjes, comer botillo sin pimentón y reparar una fortificación preexistente con el encargo de cuidar de los peregrinos ya no importa. Que aquí no se dejaron un duro tampoco importa. Lo que importa es que el cura apoya la gracia y que cada vez se venden más disfraces de templario y más papeletas para la cena de la Noche Templaria y más camisetas de templario y calcetines de templario y anillos de templario y espadas y escudos y pegatinas de templario para el coche y que se le puede sacar un dinero al asunto. Valen más muertos que vivos, los templarios. Nada que objetar.

La Pauperes commilitones Christi Templique Solomonici, comúnmente conocida como orden de los Caballeros Templarios, se ha adornado desde su desaparición de un misterio que no ha dejado de atraer a las mentes más débiles y, en consecuencia, también a los mercaderes más espabilados. A día de hoy, la lista de organizaciones de cierta envergadura que se declaran sus sucesoras pasan de las quinientas y, como ya saben mis sufridos lectores, la lista de novelas mediocres, ensayos más o menos documentados o películas malas que se les han dedicado en los últimos años supera con mucho nuestra capacidad de atención.

A pesar de su relativamente breve existencia, los templarios parecen haber poseido la habilidad de impregnar de tal modo lo que tocaban que cualquier huella anterior o posterior queda eclipsada, si no condenada al olvido, por la fascinación que producen. Y Ponferrada no se ha librado de tales fiebres a las que (o quién sabe si causándolas) vienen unidos como el suero al queso los «amigos del misterio», caterva empecinada en no enterarse de que los signos templarios grabados en el castillo están en zonas del mismo de construcción posterior a la disolución de la orden en 1312 (la cruz templaria no adorna muro alguno, y la tan cacareada «tau», que sí, era emblema del gusto del Conde de Lemos, posterior dueño de la fortaleza) o en afirmar sin género de dudas que fueron los caballeros quienes hallaron la Virgen de la Encina en una encina (valga la repetición), aún cuando ésta sea talla de finales del siglo XV, o en ver en sus doce torres (que no eran tantas entonces) una configuración zodiacal indiscutiblemente templaria. Estos anacronismos se resuelven con gran facilidad cuando eres «amigo del misterio», pues basta con sumarlos a la lista de hechos inexplicables que refuerzan la teoría que toque reforzar. Naturalmente, tanto el Santo Grial como el Arca de la Alianza se ocultan con certeza en algún secreto sótano del castillo a la espera de ser felizmente hallados por quien se haga merecedor de ello. Ya lo saben.

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