72 vírgenes

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Servidor es demasiado listo para tener la conciencia tranquila y demasiado tonto para disimularlo. En consecuencia, la vida de servidor, forjada en el judeo-cristianismo más sutil, el de izquierdas, está repleta de errores. No porque servidor actuase mal en esta o aquella circunstancias, que sí, sino porque, pasado el tiempo, repasa las cuentas de su existencia e intentando un balance acorde a sus muchos años no consigue evitar el sentimiento de culpa que acompaña a una gran mayoría de los apuntes de las dos columnas del libro. A veces sin más motivo que el que se deriva de haber hecho mal lo correcto queda anotada la mancha ligera, titubeante entre el haber y el deber. Y no se borra.

Resumiendo: que servidor no ha hecho méritos. Y sabe que en muchos aspectos ha fracasado y lo acepta. Puede vivir el resto de sus días, servidor, sabiendo que nunca perdonó una afrenta, que a menudo fue injusto y que ha demostrado más paciencia esperando al enemigo que recibiendo al amigo. Y sin embargo «esto», esto que está pasándole ahora mismo a un servidor, esto , es más fuerte que un servidor.

Raquel se ha ido unos días con su hermana, Martina y una desagradable señora mayor a disfrutar de la playa, y a un servidor (que no se hubiese sumado a la excursión ni a cambio de 72 vírgenes) le ha dejado el encargo implícito de solucionar el problema de los cinco gatitos supernumerarios que tenemos en nómina. De momento he decidido no darles de comer. Cuatro días llevan sin comer. Abro la puerta y se pegan a mis pies y se enredan entre mis pasos con sus maullidos minúsculos. Y si sale Pangur corren tras él como tras el único ser fiable en un momento de verdadera crisis. Pero yo no les doy de comer y Pangur no tiene recursos: es un gato sedentario, culto hasta donde puede serlo un gato en edad adulta y acomodaticio hasta la molicie. Los quiere, pero no puede ayudarles. Yo puedo ayudarles, pero no los quiero (no en mi jardín, como suele decirse). Si permito que se queden, dentro de unos meses serán treinta y dentro de poco más sesenta, y dentro de un año… Los gatos son exponenciales, como los políticos corruptos o los malos poetas…

Pero lo que me desespera es esa cara que ponen. Ya sé que es sólo una estrategia de la naturaleza para obtener el favor de quien puede proporcionárselo, pero parece que hubiesen estudiado técnicas (¿o debería decir tácticas?) de interpretación en el Actors Studio. Ni Marlon Brando consiguió nunca esa expresión de infinito desvalimiento. Y sé que el último día de mi vida no veré el rostro de aquella mujer a la que ofendí por venganza o el de aquel joven al que negué con esfuerzo un favor que hubiese podido cómodamente hacerle. No veré las lágrimas de la madre o la ira del padre, no veré en un instante pasar toda mi vida ni veré, desde luego, una luz blanca e hipnótica. Ni siquiera veré el gesto de reproche del hombre que hubiese podido ser de no haber dilapidado todo mi ingenio en chistes de dudosa comprensión y de difícil gusto. No: veré las cinco caras de estos cinco pequeñajos que se mueren de hambre entre mis pies. Porque irse no van a irse por las buenas.

Dirán ustedes que si lo hubiese pensado antes tendría ahora menos escrúpulos, que si hubiese escuchado a mis mayores y me hubiese sumado a ese grupo de privilegiados que descuelgan sus fotos familiares del recibidor para poner una estampa de Botero y a los que no conviene afrentar y sí reír hasta las torpezas, ahora, sencillamente, metería a los gatitos en un saco y los tiraría al río antes de regresar a casa con mis 72 vírgenes prácticamente aseguradas. Eso es lo que hace la gente feliz: la que no incordia. Eso es lo que haría cualquiera que tuviese la conciencia tranquila y el premio internacional de algo que no tenga nada que ver con deshacerse de gatitos en algún rincón aparentemente accidental de su coqueto despacho. Ya. Pero no es el caso.

Lo que he decidido es lo siguiente: dejarlos sin comer un día más. Luego prepararé un par de cestas que llenaré de comida y las sacaré al jardín. Cuando entren en ellas (y entrarán) las cierro y me los llevo lejos, lejísimos. ¿No es eso lo que se hace con los problemas? Si en el camino alguien quisiera un gato se lo regalaría sin negociar. Pero nadie quiere un gato en estos caminos bercianos que sólo llevan al fin del mundo.

Los observo y voy conociendo su carácter: Espiguilla es el más osado: tiene madera de líder. Seguramente entrará el primero seguido de Fraymolas y de Yogur (Yogur es una nueva adquisición de Pangur, que apareció con él un día sin dar más explicación que «este es Yogur», y que se quedará en caso en calidad de su ahijado), Popota y Donjaime. Por ese orden. Preveo a Espiguilla y a Donjaime (muy «segundo de a bordo») en una cesta y a Fraymolas y Popota en la otra. El pobre Fidel, el más pequeño por tímido, el más acobardado, se quedará para otra intentona y, como ocurre tantas veces, será, por débil, el que peor deba pasarlo peor, el que aguante más hambre. Tampoco me importaría, llegado el caso, quedármelo. Intentaremos evitarlo. Intentaremos no pensarlo siquiera.

Todo eso fue anteayer y ayer servidor, que no pasó buena noche, se levantó preguntándose porqué tan pronto amanece se despejan las certezas hace un instante sólidas como robles y  con ganas de reflexionar sobre la nada, pero tenía una obligación que cumplir así que salió al jardín armado de dos cestas repletas de comida de gato (de la mejor calidad, como correspondía), un café y un paquete de Partagás.

Servidor pudo notar la mirada perpleja del vecino malo como la atenta de las cornejas lloricas o la despreocupada de los leones en la lejana África, y también que el calor iba a seguir apretando, lo cual, en principio, le pareció bueno para todos.

Abrió las cestas y los gatitos se fueron acercando entre sorprendidos, desconfiados e incrédulos. En contra de cualquier previsión el primero en entrar fue Fidel, seguido de cerca por Fraymolas (en la primera), luego (en la otra) Popota y Donjaime, que no se decidieron hasta escuchar la masticación de sus hermanos. Espiguilla, con cara de acabar de desayunar en el Ritz, se quedó sentado a una prudente distancia y no cayó en la trampa.

Servidor llamó a un taxi y liberó una cesta en los altos de Cacabelos y la otra en los esotéricos páramos de Camponaraya (no sé por qué decidió servidor separarlos, para que si alguno encontraba el camino de vuelta no se trajese consigo a los otros o para no pensar en todos a la vez; quizá porque imaginarlos juntos podría reportarle a servidor evocaciones más negras, mayor arrepentimiento, quién sabe.)

Eso fue ayer, como se ha dicho. Hoy ha caído Espiguilla inesperadamente. Ni siquiera he tenido que salir al jardín. Ha entrado en cuanto he abierto la puerta y se ha metido en la primera cesta que ha visto. Se acabó la «táctica». Ni le había puesto comida dentro. Se lo ha llevado Don Jesús, el jardinero, a su pueblo adoptivo, que es un pueblo con clase aunque lleno de enigmas y yo he abierto una botella de Biga, un Rioja de Luberri, crianza (2006) que no desmerecería entre vinos de mucho mayor predicamento, pero que me está sabiendo a amante desatendida, a música de videojuego. Hay que pensar en otra cosa. Y he de empezar con la corrección definitiva del libro que saldrá a primeros de año… Más tarde, cuando se me pase esta modorra. De momento me vuelvo a la cama.

Sueño que estoy en el tejado intentando deshacerme de 72 vírgenes que no dejan de alborotar dando saltitos y tecleando en sus móviles. «No va a haber forma de deshacerse de ellas antes de que vuelva Raquel», pienso entre brumas.

– Pues en Cacabelos no nos importaría…
– Ni en Camponaraya. Y más teniendo en cuenta que, al ser usted de izquierdas, no serán producto de su imaginación.
– Por lo menos, no todas.
– La mayoría no, ¿eh?
– …
– Mire, mire: ¡un gato!

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