Anda despotricando el gato Pangur porque en la televisión, dice, están empezando a anunciar cosas que no existen (afirmación que servidor no piensa poner en duda), y también porque Yogur, su gato, no acaba de aprenderse el papel. Por lo visto, llevan días preparando una obra de teatro, escrita por el propio Pangur, con la que poder agasajar a las visitas.
— Si las hubiere.
Servidor intenta sacar adelante su próximo libro a pesar de haber experimentado un cambio preocupante en lo que a su percepción de la escritura poética se refiere: no puede escribir poemas si lo que tiene en mente es cualquier cosa que en el mundo se hayan propuesto etiquetar como poética.
— He tenido algunos problemas de forma, pero creo haberlos resuelto satisfactoriamente, dice el gato.
No habla de amor, porque no es un psicólogo, no desemboza el mundo porque no es un filósofo, ni canta porque no es músico, ni teje porque no es una araña, ni pinta o esculpe o danza o interpreta porque no es un artista de variedades, servidor; tampoco cuenta nada, porque no es novelista a pesar de la insistencia con que sus amigos se lo proponen. Servidor, pues, ni piensa, ni cuenta, ni teje, ni pinta, ni baila, ni esculpe, ni canta. ¿Qué hace entonces un servidor cuando se enfrenta a la ocasión de rondar con palabras la nostalgia, la razón, el olvido, la fuente, el pez, su economía, su bosque?
Servidor tiene tiempo y palabras; y así como el pintor no ha visto su paisaje antes de de haber acabado su lienzo, servidor no tiene un discurso al servicio del cual poner sus habilidades sin más sobresaltos. Necesita manos en la cabeza, tocar lo verdadero mientras aún no existe, darle una forma capaz.
¡Tiempo y palabras! ¿Se creerían ustedes que hay gente que carece de eso? No. Si fuera una cuestión de tiempo y de palabras un servidor podría escribir sin dificultad cosas como:
descansa el horizonte de Castilla,
y el vuelo de la nube sin orilla
azula mansamente la llanada.
Podría escribir eso o una guía de locales de mala nota. Hay una enorme cantidad de poemas que se limitan a emplear el lenguaje como un medio sonoro (particularmente rítmico) para participar a otro alguna comunicación por lo demás esperable: que la lluvia es hermosa, el amor doloroso, la primavera saltarina e infiable.
La participación a la que nos invitan ciertos intentos no es distinta de la que esperaríamos de nuestro interlocutor, si policía, médico o funcionario: no merece la pena tomarse el trabajo de ponerle música a una molestia menor. En realidad el noventa por cierto de la poesía está en el trabajo que da. Pero es el diez por ciento restante lo que debe constituirse en un objeto autónomo, casi sólido. Y es sin discusión un mal poema ese tras el que nos parece siempre adivinar un discurso más directo que ha sido disimulado, maquillado o cifrado. Tras un buen poema no debería haber nada, o un muro, como detrás de los cuadros.
— No es una obra al uso, ya me entiendes…
Hay aún mucha gente convencida de que si no entiende un poema es porque se le escapa alguna clase de secreto, la posición de algún resorte hábilmente dispuesto por el autor para dificultarle el acceso al meollo. La verdad es que un poema se puede permitir el lujo de no significar nada, al menos nada más explicable que el Octavo Cuarteto de Shostakovich, La habitación amarilla de Chagall o la perplejidad ante un nuevo amanecer prehistórico del cromañón que acaba de matar a un neandertal y se dispone a comérselo.
La pintura usa colores y líneas, la danza movimiento y espacio, la música sonidos y tiempo, la novela causas y efectos, la poesía… La poesía no aprovecha más ciencia que la geometría ni otra magia que la gramática, y en eso no difiere de sus hermanas, pero al depender del lenguaje se ve constantemente restada por una expectativa de comunicación que no está llamada a cumplir. No es el suyo un lenguaje habitual, no es ese que nos salvó del caos y que aún sirve para que no nos matemos cuando discutimos sobre la interpretación de los textos realmente trascendentes, y para que los cromañones expliquen (cuando tengan ganas) qué le ocurrió de verdad a los neandertales. Ese lenguaje no es poesía.
Servidor desea percibir el lenguaje como una materia moldeable de la que extraer con los dedos una verdad desconocida pero evidente: un principio cuyo código no está dictado de antemano, una razón orgánica, no una herramienta.
— ¿Quieres ver el ensayo, Suñén?
Los gatos ya están listos para su primera representación. Raquel y un servidor, sentados a la mesa de la cocina, ponemos cara de interesadísimos críticos. La cosa es así:
Sale yogur de debajo de una silla y se pone de pie en medio de la cocina, se lleva una patita a la barbilla y hace un ostentoso gesto de decir «Oh!», redondeando la boca todo lo posible. Pangur, que ya estaba en el escenario, aunque invisible bajo un revoltillo de trapos, se pone en pie de un salto, mira al público y enfáticamente exclama:
— Caricias, palomas, Praga. ¿Qué es más verdad que ese ratón huyendo del interés que nos supone? ¿Mi corona, la luna?
Entonces yogur se abalanza sobre él y comienza una frenética danza de espadachines. Se suceden las fintas, los brincos y los envites, los ataques y los escaqueos como si, en efecto, hubiese cierta relación entre el nombre de cada pirueta y la forma de su solución. Por fin, Yogur ejecuta un vigoroso fouetté y regresa a su gesto de decir «Oh!» Simultáneamente, Pangur llega desde la esquina izquierda y tras realizar (algo cómicamente dadas sus características físicas) un épaulement croisée (que le ha hecho parecer realmente ingrávido durante un instante, todo sea dicho) señala hacia arriba y exclama:
— La luna, naturalmente.
Así termina la representación. Se nos saltan las lágrimas. Pangur parece satisfecho y hace varias reverencias mientras aplaudimos. Yogur, de nuevo bajo la silla acepta nuestro entusiasmo con modestia sincera lamiéndose una pata y peinándose las orejas. En un aparte, servidor le cometa a Pangur la posibilidad de trabajar un poco más el texto.
— Quita, quita, responde. – Así está perfecto.