Cultura

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No se queja sin cierta razón don Mario Vargas Llosa cuando reflexiona sobre la pérdida de valor de la alta cultura en una sociedad excesivamente pendiente de rentabilizar actividades en cuya proyección se implican intereses (desde periodísticos hasta políticos y comerciales) que poco tienen que ver con la verdad entendida como la definición de una comunidad de valores irrenunciables, identitarios, esenciales y ejemplificadores. Pero debería de ser suficiente, frente a propuestas tan repetitivas como efímeras (y desmemoriadas), apelar a la complejidad y riqueza de la música sinfónica occidental, o a la capacidad analítica y metafórica de la literatura del siglo XX, o a la sagrada voluntad de penetración e independencia del arte moderno, para hacer entender a cualquiera la imposibilidad de prescindir de ella sin perder una parte fundamental de nosotros mismos y del mundo. ¿Cómo es entonces posible que la percibamos frágil y dubitativa, en peligro?

Asumiendo que la pérdida de autoridad de los discursos meditados, elaborados e informados, frente a las declaraciones a vuelapluma que tanto satisfacen a los periódicos y tanto juego le dan a revendedores y gobernantes, no son responsabilidad exclusiva de los intermediarios hay que ir a buscar la avería en la formación y, más seguramente, en la formación del gusto. La calidad de la educación revierte en la calidad de la información. Pero la calidad en ambos casos es por decisión política la peor posible. Basta poner un rato la televisión para hacer pública una montaña de chistes innecesarios, retruécanos facilones e insinuaciones groseras e infantiloides impropias de cualquier ambiente mínimamente respetuoso con su pasado y con sus expectativas, para advertir que el juego del productor es atontar al espectador mediante la sobrevaloración de la ignorancia.

Servidor sabe, como lo saben muchos, que acceder a la cultura sin intermediarios es la mejor forma, no la única, de acceder a la cultura. Es imposible hablar desde el olvido, pero cuando servidor ha caído en la tentación de poner la televisión o leer la sección de cultura de los periódicos (pensando que lo que allí encontrase sería el reflejo de la inquietud y de la madurez de un pueblo), el olvido ha llegado a parecerle una opción digna de ser tenida en cuenta. Lo cierto es que lo que allí hacían era vender insignificancia y sincronía. Por suerte no guardamos todo lo que hacemos.

Aunque tiene mucha razón, casi tiene toda la razón el maestro cuando supone que si trece millones de personas están viendo lo mismo, es que están atontadas, se olvida de que él mismo está incluido en el espectáculo. Para eso no hace falta haber ganado el premio Nobel, el espectáculo no te pide permiso ni te examina: si te puede integrar sin hacer un esfuerzo intelectual lo hace, pues para él la cultura es la capacidad de seducción «no selectiva» de lo que hacemos, y su objetivo es la manipulación de masas; mientras que para un verdadero artista no todo espectador es bueno. La democracia es una cosa. El saber es otra y hoy, más que nunca, «no ocupa lugar», no ese al menos. El hecho de que para cierto periodismo (y para una parte importante de los gestores culturales) esta diferencia no esté clara dibuja milimétricamente los límites del problema.

Hay, en efecto, cierto periodismo convencido de que si alguien es capaz de mantenerse con vida entre la realidad y el público, es inteligente; y en eso se equivoca. Tampoco medir la inteligencia con varas más pequeñas nos salva del tiempo.

Y la alta cultura (el tiempo) sigue ahí como el libro en papel sigue ahí y como sigue ahí la costumbre de asar castañas en los húmedos bosques bercianos entre canciones y relatos. No se considere insultado cuando vea la televisión, considérese un error: acronía. Y si se siente amenazado, apague. No es la cultura lo que está en peligro, es usted. A Vargas Llosa es prudente tomárselo en serio, pero es más importante saber que las élites dominantes no tienen el más mínimo interés en acabar con Shakespeare, Mozart o Picasso (no son tan estúpidas): es a los hombres corrientes a los que persiguen.

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