Hizo el viernes ocho días que una pala excavadora rompió por accidente la acometida de la línea telefónica. Inmediatamente llamé, contraviniendo todas mi prevenciones, al 1002 para informarles de que el cable estaba cortado sobre la carretera. El día antes me habían llamado de una empresa que se encarga de repartir los productos de Telefónica porque iban a enviarme a una dirección que no era la mía un router para sustituir al estropeado.
— No tengo estropeado el router, expliqué. Y la dirección tampoco es esta.
— Entonces, ¿anula usted el pedido?
— No puedo anular un pedido que no he hecho.
— Entonces se lo mandamos.
— Le repito que es un error. Consúltelo, porque mi router funciona perfectamente y esa dirección no es mía.
— Pues llame usted a telefónica para que lo subsanen, nosotros solo repartimos.
— ¿Y yo, que no tengo nada roto ni vivo donde usted cree, debo de enderezar lo que no he torcido?
— Lo que le digo es que nosotros solo hacemos entregas…
— Perdone, no siga. Es obvio que no tiene usted capacidad para mantener esta conversación. Buenos días.
Puede parecer exagerado pero cuando alguien me repite la misma tontería dos veces y, además, comienza con la frase «lo que le digo es que», me vengo abajo.
A los cuatro días de mi llamada al 1002 me contactó un técnico que, al descubrir que el cable no era el general de la línea sino el que daba servicio a mi casa me informó de que no era asunto suyo.
— Tiene que llamar a averías, Antonio.
El método que uso es el siguiente: cuando me preguntan eso de «¿me dice su nombre para saber cómo dirigirme a usted?» doy, cada vez, un nombre distinto (asumo que no lo conseguiré a la primera, estamos hablando de Telefónica). También anoto el nombre de la persona que me ha atendido. Así, dependiendo de por quién pregunte el técnico, sé quien ha hecho su trabajo. Había llamado una vez al día. El nombre de Antonio correspondía a mi conversación con Eva, que era la penúltima (tercera) persona que me había atendido.
Volví a llamar al 1002 y cuando la grabación me preguntó por el motivo de mi consulta dije:
— Libertad.
Entonces me pasaron con el departamento de grandes empresas, desde donde atentamente intentaron derivarme a averías, pero se cortó.
Volví a llamar. Expliqué de nuevo el problema y de paso quise verificar cuál era la dirección que figuraba en su ficha.
— No, no es esa.
Les di la dirección correcta, me aseguraron que modificarían el dato y que me llamaría un técnico. También insinuaron que la culpa era mía por expresarme mal. Y, como no, me hicieron la pregunta de siempre:
— ¿Me podría decir su nombre para saber cómo dirigirme a usted?
El segundo día no llamó ningún técnico, pero sí, de nuevo, el repartidor (preguntando por Raquel) al que tuve que explicarle otra vez todo y sugerirle que, a lo mejor, lo que tenían mal era el teléfono de contacto.
— Quizás si dan de baja este número — aventuré.
— No puedo, eso tiene que ser telefónica.
— Se lo voy a explicar de otra manera: cómo me traigan un router que no he pedido les voy a recibir con el perro y dos notarios, no vayan luego a querer cobrármelo, y como me vuelvan a llamar les voy a denunciar por acoso y negación de socorro.
— No le entiendo, y no creo que tenga que ponerse usted así, voy a verme obligado anular su pedido y colgarle.
— ¿Qué pedido?
— A ver, es que creo que no me está usted escuchando, lo que le quiero decir es que…
— Si no le importa, voy a dejarle que estoy haciendo pan, le paso con el perro.
Como el tiempo seguía corriendo y no aparecía ni llamaba nadie, volví a marcar el 1002 y repetí toda la historia, esta vez a Marisa, que seguía teniendo mal la dirección.
Media hora más tarde llamó un técnico preguntando por Rubén, que era mi yo de la conversación con Jorge (el primer día) para decirme que había pasado por aquí y que no había nadie, pero que tampoco habían visto ningún cable cortado.
— Lo sé, esa no es mi casa. Ahí lo que tienen es el router estropeado.
— Pero eso no lo llevamos nosotros, tiene usted que llamar a la empresa de transportes.
— Le digo que esa no es mi casa y que por mí como si la dinamitan, que yo sí tengo el cable cortado, y a estas aturas algo cruzado también, pero que tienen mal la dirección en averías. Casi le digo lo de que la empresa de reparto tiene mal el teléfono de contacto, etcétera, pero me doy cuenta a tiempo de que sería una información innecesaria que no haría más que añadir ruido al asunto.
Me contesta que hoy ya no va a poder pasarse, pero se ofrece a hablar él con averías para que subsanen el error y procurará que el técnico apropiado (que no es él) se pase mañana.
Llega mañana y no se pasa nadie, pero vuelven a llamar de la empresa de reparto preguntando por Raquel para avisar que vienen a entregar un router. Les digo que me pongan con el departamento de reclamaciones.
— Para eso tiene usted que…
Cuelgo. Al día siguiente vuelvo a llamar al 1002. Me atiende Mario, que se enfada conmigo porque no entiendo «lo que me quiere decir». Al día siguiente recibo la llamada de una grabación pidiendo que valore del cero al diez el servicio recibido y mi grado de satisfacción con la reparación de la avería. Cuelgo.
Al día siguiente hablo con María José. Hablé con una María José el segundo día.
— ¿Puedo serle sincero María José?
— Claro.
— No voy a poder valorar bien su trabajo, María José. Es usted muy amable, pero no es eficaz, ya que aquí no ha venido nadie.
— Pero no es de mi competencia eso. Yo me limito…
— A hacer de parapeto, de escudo humano. Lo sé. Al fin y al cabo la compañía va a seguir cobrándome, ¿verdad?
— Bueno, puede usted hacer una reclamación…
— No, no, María José, soy viejo, no tengo tiempo para eso. Y lo que necesito es que se me de el servicio por el que pago, o sea: que se haga usted valer; porque el problema, me parece, es que no tiene usted autoridad.
— Pues no, no la tengo, señor… Perdone, ¿me dice su nombre para saber cómo dirigirme a usted?
— Llámame pringao.
— ¿Cómo voy a llamarle así?
— ¿Ingenuo?, ¿pagano?, ¿tonto? Seamos claros: o usted está ahí para averiguar cómo me llamo y, ocasionalmente, venderme alguna oferta, o no entiendo por qué estamos hablando.
— Pero, a ver, lo que yo le quiero decir es que no está en mi mano…
— Exacto, María José, si eso no está en su mano… ¿para qué está usted hablando conmigo? No me conteste, contésteme a esto: ¿qué haría usted en mi caso?
— Haría lo mismo que usted, pero lo que le quiero decir es que yo…
— Lo siento, ha sido usted muy amable, y estoy seguro de que es usted estupenda en alguna cosa y popular entre sus amistades, pero voy a tener que ponerle a usted un cero, aunque me duela, porque carece del carácter suficiente para hacerse respetar por un técnico. Por cierto: mi nombre es multitud.
Vale, puede que me pasase un poco con María José, pero la gente que se interpone entre las grandes corporaciones inhumanas y los pobres usuarios ha de asumir ciertos riesgos.
Al día siguiente decidí que si la pala que había tumbado el cable era del ayuntamiento, que lo era, llamaría al ayuntamiento. Me respondió una voz femenina y con tono más seguro que amable, lo que, la verdad, me sorprendió gratamente. Le dije que no sabía bien por qué les llamaba, pero que si pudiesen ayudarme sería estupendo. No me preguntó mi nombre, solo mi dirección, y me dio la sensación de que conocía el incidente de la pala (o al menos, lo que es lógico, que era posible). Dijo algo sobre la mancomunidad pero creo que comprendió que no tenía sentido no coger el toro por los cuernos. «A ver qué podemos hacer», zanjó.
A los cinco minutos llamaron de la compañía de reparto de telefónica para preguntar si estaría en casa porque iban a entregarme un router.
— ¿Por qué?
— ¿No tiene usted estropeado el suyo?
— Yo soy ludita, no tengo router, mi ideología me lo prohíbe.
— ¿Entonces no tiene usted…?
— ¿Quiere que le repita lo que ya le he dicho o prefiere que le explique lo que quería decirle cuando le dije lo que le he dicho?
— Entonces procedemos a dar de baja…
Cuelgo. Por la tarde llama un técnico que me dice que viene enseguida. No me llama por nombre alguno, pero verifica la dirección: es la buena. Me asegura que aparecerá en cinco minutos.
— Te explico cómo llegar, le digo.
— No hace falta, ya tiro de GPS.
— Prueba.
— ¿Qué?
— Pon la dirección en el GPS.
— …
— …
— Es verdad, no sale nada.
Le doy las indicaciones necesarias y a los diez minutos un vehículo sin ningún letrero o logotipo de Telefónica (sí de otra compañía que supongo subcontratada) aparca junto a la puerta. Un hombre joven se baja y, tras valorar con atlética rapidez el problema, me dice que no puede hacer nada porque hay que subirse al poste y para eso es preciso que le acompañe alguien.
— Medidas de seguridad.
— Eso es sagrado, le digo reprimiendo mis ganas de asesinarle. Pero, joven semidiós, eres lo más cerca que he estado de solucionar esto en los últimos ocho días. No desaparezcas para siempre, por favor. Además esto es una avería y tú eres un técnico, es tu destino…
— Salvador.
— Suñén.
Veinte minutos más tarde vuelvo a tener línea y veinte minutos después de haberme despedido del técnico entre lágrimas aparece una camioneta de la que baja un tipo con cara de antílope que me dice que este es mi nuevo router y que debo de entregarle el estropeado en una bolsa de plástico, con su cable.
— ¿De plástico?
— Preferiblemente.
— Un momento.
Le cierro la puerta un rato largo, largo. Cuando vuelvo le pregunto qué quiere.
— Acabo de hablar con usted, le traigo su router de sustitución.
— ¡Qué bonito! ¿Puede ponérselo así, a la altura del pecho?
Le hago una fotografía y le pido que espere un segundo, que estoy haciendo pan.
Le dejo en la puerta otro buen rato y, como veo que no se marcha, vuelvo a salir, con Ovidio, y le entrego un folio mecanografiado y una bolsa de plástico con una hogaza de ayer. El perro Ovidio no le quita ojo detrás de mí.
— Tenga. Lea esto y fírmelo.
— «La persona a la que estoy intentando entregar un router no tiene estropeado su router ni ha solicitado uno nuevo, pero aún así he decidido regalárselo a cambio de una hogaza de pan de ayer que he recibido con gran agrado porque escuchar sus explicaciones podría ocasionar algún tipo de perjuicio al universo tal y como lo conocemos».
— Firme.
— Está usted loco.
— Y usted alienado.
— ¿Yo?, ¿qué?
— ¿Qué?
— Loco.
— ¿Yo?
— Sí, usted. Está usted loco.
— Perdone… Creo que no le… ¿Podría quedarse repitiéndomelo hasta que lo entienda?
Levanto las manos, juntas en actitud de súplica, y Ovidio emite un ladrido seco y afirmativo (ya conocen a los mastines) que termina en un gruñido profundo y breve que parece más dirigido a él mismo que a los presentes. La verdad es que es una escena que no nos cuadra, ni al perrín ni a mí, porque nos hace sentir muy inseguros, casi miedosos. Pero el ungulado da un paso atrás y desaparece de un salto entre las zarzas que han crecido tras él en diez minutos sólo para ocultar su vehículo (cosa habitual en Magaz de Abajo). Acaricio al perrín; que me abraza la pierna izquierda con su pata derecha y me mira consciente de que ninguno de los dos sabemos nada de la vida.
Estoy casi seguro de que voy a tener que pagar un router nuevo me ponga como me ponga y sé con toda seguridad que telefónica no va a descontarme una semana de factura. Me he divertido discutiendo, sí, en lugar de deprimirme o desesperarme, lo reconozco, pero también he comprendido que nuestra ficción de autonomía pende de un hilo ajeno, literalmente, para el que eso que se nos quiere decir es infinitamente más importante que lo que tengamos que decirnos los unos a los otros.