Pangur, el gato de un servidor, sostiene que es normal que Antonio Alcántara y su señora, Merche, escondiesen su dinero en el extranjero, ya que después de todo, en 1979 perdieron los ahorros de toda la vida con la quiebra del Banco de Granada por culpa de la mala gestión de la crisis financiera.
— Capítulo 214.
No ha conseguido servidor hacerle entender que no es eso, que Cuéntame cómo pasó no ha llegado al presente convirtiéndose en fiel correlato de la actualidad nacional, sino que son los nombres de sus actores principales, y no los de sus protagonistas, quienes figuraban en los Papeles de Panamá. En un país que mezcla con demasiada alegría la verdad y la ficción y posee tantos seguidores de la una como de la otra, no es Pangur el único confundido por una noticia que, cuando menos, da para reflexionar sobre esa frágil barrera entre el original y la copia que viene amenazando a nuestra memoria desde nadie recuerda cuándo.
Señalaba recientemente Gregorio Morán que el capítulo (fuera de serie) que nos falta, el que nos han escaqueado desde el principio, es ese que explicaría el porqué de esta cultura del fraude que parece al alcance de cualquiera que pueda pagarse una clase de ingeniería fiscal en la asesoría del ramo. Es un capítulo que si llega a escribirse, tendrá que serlo a instancias de otras Cortes, bajo la forma de otro Código Penal.
Lo perturbador es que el caso es un bucle de alevosía, porque la serie de marras estaba falsificando nuestra verdad al tiempo que el actoral matrimonio de conveniencia le era infiel al ejemplar fictivo; lo irónico: que a Imanol Arias lo lanzó al estrellato su interpretación de Eleuterio Sánchez, el «Lute», y que el modelo evolucionase hacia la ética política mientras su doble cinematográfico rodaba hacia la insolidaridad furtiva. Aunque quizás eso sea sólo un falso misterio, una consecuencia más de la evidente grieta entre la conciencia tolerada y su versión para adultos.
La elusión de impuestos puede no ser, técnicamente, delito (lo que habrá que corregir), pero es insidiosa, desleal, antidemocrática e insultante incluso cuando, para ser justos, hay que admitir que la mayoría de los implicados en tales prácticas no pasan de ser copias de un original a cuya conveniencia se han redactado leyes, modificado impuestos y retorcido principios; imitaciones de un maestro (más o menos colectivo, pero inequívocamente singular) cuya identidad es literalmente secreto de casino.
Tanto Imanol Arias como Ana Duato -como muchos desconocidos y desconocidas que (irrelevantes desde el punto de vista informativo) también figuran en los papeles– son alumnos de segunda de esa sistematización de la golfería que nos remite a la transición y se remonta al franquismo y a los antepasados del franquismo, pero a la que la izquierda posibilista llegó a otorgar un aura de invisibilidad y cierto reconocimiento de astucia emprendedora que debería hacernos enrojecer de vergüenza.
“¿El operario que nos cobra sin IVA la chapuza casera, es entonces la copia de la copia, quizás?”, preguntará el abogado del diablo. Servidor no lo cree, piensa que, antes de ser culpable, el pícaro ya es reo de un contexto envilecido por lustros de gestión torticera. Migajas que se barren bajo la alfombra de la gran carpa atemporal de los poderosos evasores en serie.
Morán tiene razón: nos falta un capítulo que no cabe en la exitosa Cuéntame cómo pasó (cuyo realismo para timoratos, todo sea dicho, le interesa a un servidor tan poco como al autor de El cura y los mandarines). De momento, y por desgracia, un capítulo así sólo cabría en alguna futura temporada de la espléndida Borgen, tan educada y brillante como danesa. No importa, lo que importa es que podríamos estar más cerca de verlo un día en La 1.
— Si no gana la banca.