O los viejos asumimos que desatendimos por conveniencia un mandato social básico, o los jóvenes no podrán relevarnos con naturalidad. La ciudadanía, sustanciada por un ancestral sentido de la resistencia, lo sabe muy bien: no se trata ya de restituir, ni de restaurar un país enfermo, porque España no es un país enfermo, sino un muerto cuyo asesino se considera con el derecho (internacional) a malvender los restos (los que, ahíto, no ha devorado aún) de su cadáver.
Se trata entonces de dar a luz un país, otro, que sea y no sea el que conocimos. La ciudadanía, felizmente conservadora -es decir, enemiga del peligro- ha comprendido ya que, como si de algún faraón de novela de terror se tratase, la maldición del franquismo le exige un sacrificio ritual colectivo al que no piensa ofrecerse. Ya no se trata de estar de un lado o del otro, ahora se trata de vivir independientemente de que se nos gobierne desde un lado u otro. Para eso hay que cambiar las reglas. Dicho de una vez: las veleidades de la democracia no pueden poner en peligro el bienestar del pueblo, no pueden vaciarle la cesta; lo que sólo evitaremos si cimentamos (de una vez) las paredes de la nueva administración en la defensa constitucional de nuestros derechos. Por eso el Senado aún importa, pues debería permitir que el libro por el que la comunidad se rige deje de servir a intereses distintos a lo que ésta defiende.
La quiebra de una nación esquilmada por sus mayores es algo que servidor se niega a testificar.
Servidor desearía morir en un mundo que no considerase que es posible la paz con hambre o la solidaridad discreta y no en esta especie de versión jugable de la evolución en la que los administradores son propietarios de un destino distinto al destino común; desearía morirse en un mundo cuyo futuro no dependa de la voracidad de unos pocos y sintiéndose parte de un transcurrir sin héroes.
Por desgracia, nuestros ladrones son trasunto de nuestros héroes, que lo eran a su vez de aquellos piratas que protagonizaron las homéricas gestas con las que alimentamos nuestra identidad cultural europea a falta de una verdadera madre patria; la construcción de Europa siempre ha obedecido a sus envilecidas tramoyas, a sus negocios privados. No aman lo nuestro sino para obtener a su través lo suyo. Afortunadamente, los españoles aún tenemos a Cervantes, la resistencia de su Quijote, el caballero loco que murió cuerdo y desengañado de su autoridad moral, pero que garantizó en ese guiño la eternidad de la locura de Sancho, la del pueblo que toma las plazas para manifestar la fortaleza de una voluntad colectiva capaz de cambiar lo que no puede cambiarse. Servidor tiene además su nostalgia.
Servidor está a punto de cumplir 60 años, y su nostalgia sigue entre los 16 y los 26, como mucho. Los futuros protagonistas, por tanto, tienen la edad de la nostalgia de un servidor, cuyo presente sobrepasa la de un futuro en cuya prisa no caben ya ni dudas ni decepciones. Le preocupan, a servidor esos jóvenes, y no tan jóvenes, que afirman tan tempranamente su derrota en la intención de abstenerse el próximo 26 de junio. Si lo hacen, sin siquiera salir a luchar contra sus gigantes, estarán condenando todo lo que significan a eso, a la nostalgia. Servidor les preguntaría qué clase de viejo, o de vieja quieren ser, qué tendrán que asumir cuando llegue ese día en el que su cuerpo no sea suficiente motor, y su pasado alcance la lentitud de lo ajeno y los mire, desde el espejo, como a un extraño espectador pasmado.