Escritorio

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La habitación (a la que casi nadie que no seamos Raquel o yo acede sino de paso) ejerce de biblioteca y es con gran diferencia la preferida del gato. Abierta y espaciosa abriga sin embargo, y oculta, tras el gran escaño de alto respaldo, oscurecido por el humo y el tiempo, el escritorio que no siempre está tan poco iluminado, sino cuando el trabajo termina en creación pura, en simple dedicación, y que es como un desagüe, un ojo de remolino a cuyo interior todo apunta para acabar siendo minuciosamente desbrozado, resuelto.

Sobre la mesa suele haber una vela encendida, una al menos. No voy a recordar cuándo adquirí la costumbre de acompañar a la iluminación artificial, aunque siempre familiar del flexo clásico, con esa vibración de vida íntima que el temblor de una vela otorga siempre a un trabajo intelectual, arriesgado (¿subrepticio?). Pero no es una vela de juventud, eso seguro. La combinación me aísla, envuelve lo importante dejando que todo lo que la luz no atrapa escape definitivamente al otro lado de las imaginarias paredes de la posesiva penumbra. A mi espalda los libros lo ocupan todo, de un lado al otro y del suelo al techo. A mí izquierda, junto a una escultura de Mediavilla que recuerda la victoria de David sobre el gigante y bajo un cuadro de Lupiañez que representa un campo de amapolas que podría ser la falda de una menina, el viejo mueble-bar contiene algunos buenos vinos, raros licores (entre ellos algún whisky como el que ahora llena el vaso: Caol Ila), café, tabaco, pipas de brezo, atizadores, corchos y otro sin fin de objetos (rompecabezas, cartas, abrecartas, cajas de lápices, barajas, copas y vasos, velas, una lupa o aquella navaja con la que el padre cazaba osos de culpabilidad en la imaginación de los inocentes) y sostiene una colección de fotografías de Raquel en distintas épocas de su vida (porque hay cosas a las que el tiempo no confunde, no afecta). La trasera del escaño me oculta y me diluye, recoge la música como su frente recogía hace ya muchos años el calor de la chimenea cuando todavía era un mueble de casa pobre y no una envidiable rareza. Enmarca, desde mi perspectiva, una mesa sencilla, de sólida madera de peral peregrino que ocupan casi en su totalidad discretamente nudosa una vulgar pantalla de ordenador, el teclado y ratón, el vaso y la vela, un cenicero, un portalápices que podría parecer antiguo, pero que es un hermoso fraude perpetrado por mí mismo, una pluma (Pilot, retractil) sobre una curiosa peana que semeja dos pelícanos unidos por el pico, una pequeña cesta cuadrada, de jipijapa, que guarda una calculadora y un teléfono móvil; un león veneciano de la guerra, en bronce, un ventilador (necesario muy pocos días al año, pero perfecto contrapunto a la electrónica inevitable), una libreta Moleskine y libros. En el momento de escribir estas líneas: Sobre errores vulgares, de Thomas Browne, una antología del Zohar, Pluma, pincel y batuta, de Piergiorgio Odifreddi, Ideales e ídolos, de Gombrich y las Conversaciones con Edward Said de Tariq Alí.

Tres cajones contienen una incalculable cantidad de papeles desiguales y anotados hasta la ofuscación, también cables cuya especificidad no viene ahora a cuento, y cartuchos de tinta: azul.

Debería insistir sobre la proximidad de algunos libros, libros que trabajase donde trabajase, fuese cual fuese mi escritorio en ese momento (y a veces una tabla sobre un par de borriquetas de pino y una radio de mano fue todo) siempre estaban allí: «Las etimologías» de San Isidoro, por ejemplo, pero también aquella colección de viejos poemas irlandeses, el hermoso Villón y el no menos hermoso Shirazí, el muy noble y astuto Shakespeare, el inmenso Cessare Ripa o el no menos inmenso Proust, la Biblia y sus apócrifos, James George Frazer (una excentricidad), François Maria Charles Fourier (puede que otra), cierto ensayo de Lenin escrito en un solo tren, los diccionarios… descansaban siempre sobre la balda más cercana. Ahí siguen, rompiendo el estricto orden que el resto de la biblioteca, mal que bien, mantiene. Son más de los que he mencionado, pero estoy seguro de que la lista sería muy semejante a la de los volúmenes que cualquier persona de mi edad tendrá agrupados en la suya contraviniendo toda norma que no sea la de su accesibilidad pronta como simultánea. Libros que nos buscaron hasta encontrarnos.

Siempre debe sonar la música. Clásica, jazz, rara vez flamenco y nunca otra cosa. Procuro estar al día, eso sí, porque la música te hace viejo mucho antes que los libros. Lo cual tiene su lógica si se medita un poco, pero deja de tenerla si se medita un poco más así que reelaboraré la frase: procuro mantenerme atento a lo que ocurre en la música porque no es mi dominio, no me ocurre con ella lo que con la literatura, a la que no puedo evitar. La música es la otra en un matrimonio perfecto. No: la música es «las otras», pero sin ellas la pura soledad, la rica intimidad que una sesión de estudio exige no sería posible como sin la verdad no sería posible regresar a la vida. No para mí. Generalmente la escucho con la habitual mezcla de reconocimiento y desatención. Aunque con algunos autores me echo hacia atrás, lo dejo todo y hago algo que muy poca gente hace ya: escucho. Digamos que ciertas piezas de Bach, Bruckner cuando aparece, alguna obstinación de Schubert, un poco de Sostakovich y una, una canción de Berlioz consiguen distraerme del todo y hacerme bajar los brazos. Si añado lo que sorprende aunque no perturba mi principal entretenimiento la lista se vuelve, de nuevo, demasiado larga y demasiado obvia.

Me doy cuenta, redactando estas líneas, de que este es el escritorio que más me gusta, quizás el mejor de cuantos he ocupado hasta que alguna talla del siglo XIV, una virgen leonesa de prieta madera negra, por ejemplo, lo vuelva realmente bueno (se aceptan donaciones). Y también de que nunca, en ninguna de las bibliotecas (mis casas siempre lo fueron) en las que he vivido he tenido la poesía tan lejos. Casi debo caminar tres pasos para llegar a ella. A los libros de ensayo científico llego antes. A la novela la visito cada vez menos y a los clásicos los aguanto de frente, al otro lado del cuarto, vigilándome, como el gato.

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