Estoy solo en Madrid lamentando que voy a perderme la floración de los manzanos y el amago de las primeras rosas. Así es la vida: si quieres comprar parte del humo que la ciudad vende te vas a perder lo mucho que la naturaleza regala. Y encima me cae una nube de gases tóxicos islandeses como si fuese lo más normal del mundo. Al menos voy juntando cosas. Me volveré al pueblo habiendo pasado algunos ratos surrealistas con doña Mari, habiendo visto a mis hermanos y con la última novela de Guelbenzu (El amor verdadero) que tiene una pinta estupenda y con la también última de Antonio Muñoz Molina (La noche de los tiempos, que también). Parece que nos ha dado por títulos simples y arriesgados. Quiero ir a la entrega del Cervantes, a saludar a mi buen amigo Juan Emilio Pacheco, que también regala y despeja, pero aún no tengo quién me lleve. Es igual, luego actuamos en la Plaza de Ramales y a lo mejor es prudente reservarse, no vaya a ser demasiado «espectáculo» para un solo día.
Mientras estoy aquí ocurren algunas cosas impensables, casi históricas: Niki Lauda (sí, «ese» Niki Lauda) pilota en solitario un Airbus A320 a través de la fumarola del Eyjafjalla y declara habérselo pasado bomba y España se prepara para otro ridículo internacional poniendo en la picota a un juez estrella, pero eficiente. También muere mi amigo Carlos Álvarez-Ude, cuyas cenizas se mezclaron con las del volcán y fueron seguramente engullidas por el avión de Niki Lauda antes de depositarse debidamente ordenadas en el lugar que corresponda a las de los buenos pilotos.
También ocurre que el Papa promete lo que no puede cumplir cuando arremete contra los pederastas y que la niña cuyo velo (discreto, islamista pero estético, elegante a todas luces) no era bien recibido en el colegio burla la ley privada poniéndose sobre la «condenada» prenda una capucha de tonto de solemnidad, que es prenda bien recibida y generosamente tolerada porque la llevan los hijos de los listos oficiales, que son fáciles de identificar, no como los «otros» que son todos iguales.
– Perdone pero aquí no servimos carajillos, es norma de la casa.
– Pues yo no pago más de un euro por un café. Es la mía.
Llego a la conclusión de que la cortina de humo hace tiempo que ya no oculta nada. En su origen una maniobra de distracción distraía de algo: un velo cubría un rostro (que no, que no ocurría en el caso de la niña expulsada, más bonita con su velo que Pipi Calzaslargas con su mono). Pero a estas alturas de la perversa postmodernidad un velo cubre otro velo (como la capucha cubre ahora al hiyab, como el hojaldre industrial cubre la falta de sustancia) bajo el que la cortina de una guerra refuerza la tapadera de una operación de despiste que encubre la verdadera causa del humo que rodea al Tribunal Supremo como si el mismísimo Saurón se hubiese puesto unas gafas con bigote de Groucho y dado a la fuga hace siglos dejando sólo esa presencia fantasmagórica, esa sombra vacía tras la que hace ya mucho, mucho tiempo que no hay nada.
– ¿A ver si a estas alturas le vamos a tener que dar la razón a Baudrillard?
– Ande, deme un euro y márchese de aquí.
La verdadera cortina de humo es ese argumento constante que disfraza la vacuidad so pretexto de desvelarla. No lo duden: la verdad es la cortina, como el rostro es el velo si el maquillaje forja su carácter público. Por eso los verdaderos dueños de lo real, como José Tomás, han olvidado de pronto para qué sirve un capote. Se les ha vuelto transparente, como un velo de niña al que el toro enviste no porque tenga casta, sino porque como buen animal instintivo y noble, percibe sin esfuerzo que detrás no hay nada. Nada a lo que hacer daño, nada más verdadero.
Me asfixio, conque estoy deseando volver a Magaz de Abajo a leerme un par de novelas de esas que no quieren distraer a nadie. Vale.