No es raro que, hacia la mitad del curso, los alumnos de un servidor se quejen de estar empezando a sentirse más inútiles de lo que se sentían al comienzo de sus estudios. Entonces un servidor, que como Shaw se siente antes un compañero de viaje al que se le ha preguntado el camino que un maestro, les cuenta la anécdota del ajedrez:
«Yo jugaba muy bien al ajedrez: ganaba a papá, a mamá y al hermanito. Así que un buen día me presenté en la federación.
— Quiero ser jugador profesional.
— Espera aquí.
No llevaba esperando más de un par de minutos en una larga y oscura habitación rectangular con mesas a los lados cuando un tipo fofo, de rostro igualmente largo y oscuro y rectangular se apareció de la nada con un tablero, a modo de bandeja, sobre el que llevaba la caja con las fichas, un cronómetro de madera del tamaño de un ladrillo y un considerable montón de libros.
— Siéntate.
Encendió la lamparita, puso el reloj en marcha y empezamos a jugar. Antes de que me diese cuenta me había ganado doce partidas seguidas.
— Lee esto, estudia, y cuando creas que sabes jugar, vuelves.
Eso dijo el alfil con cara de caballo (no conseguía verlo ya de otra manera) dando por terminada la humillación y entregándome un grueso lote de libros. Y a eso me dispuse nada más llegar a casa. Durante meses leí como un loco sobre la apertura, el control del centro, los finales de peones, el medio juego… hasta que ocurrió algo que me pareció sumamente preocupante: empecé a perder con papá. con mamá y con el hermanito. ¿Qué estaba pasando, jugaba peor cuanto más sabía?
Algo así. Al medirme con la dificultad real del juego había perdido la confianza en mis posibilidades, y además, al empaparme de teoría, intentaba aplicar tácticas y estrategias que aún no dominaba. Tardé casi un año en recuperar mi nivel de juego, pero a partir de entonces no dejé de mejorar y estoy seguro de que hubiese podido convertirme en un jugador excepcionalmente bueno si realmente hubiese sido eso lo que quería hacer entonces y no aprender a tocar la batería para impresionar al público femenino.»
Esto cuenta servidor, y los alumnos lo entienden.
Aunque resulte difícil de admitir, el aprendizaje se produce exactamente en el «fracaso»: fallar, errar una solución, perder, es lo que nos motiva. Al fracasar, nuestro cerebro elabora una estrategia que pasa por recordar, grabar y ordenar las posibles soluciones para un error al que, además, ha encontrado un nombre. El fracaso, adquirido a través de la práctica durante el estudio, se torna experiencia y, en consecuencia, activa nuestra capacidad de prevenir. Así, las constataciones del fracaso son hoy, en puridad, atajos para alcanzar la solución un día no necesariamente lejano. Por eso servidor siempre procuró a sus alumnos experiencias de fracaso muy bien diseñadas y confrontadas según los más estrictos cánones de calidad y eficacia. El éxito sólo genera temores, pero el fracaso cuadra a la perfección con una educación verdaderamente moderna, es decir, centrada en la caducidad, el segundo de los dos grandes pilares sobre los que el incontestable éxito de la educación española descansa.
Caducidad y fracaso nos acostumbran a que las cosas no marchen como debieran, se tambaleen o se disuelvan y, por tanto, nos preparan para triunfar allí donde las cosas no marchan como deben, se tambalean o se disuelven: es decir, el futuro inmediato. Claro que un servidor ha impuesto siempre a su técnica del fracaso la obligación de situar al alumno en un ámbito de confianza, en el cual pueda, digamos, fracasar con dignidad, sin grandes o irremediables traumas. Servidor no abjurará jamás de aquella Constitución española de artículo único que redactase en su día don Juan Benet («todo español tendrá derecho a fracasar»), pero tampoco es un político.