Servidor ha recibido una felicitación de fin de año con el siguiente texto: «El sol que prende el fuego del alba / declina en su propia sangre / entre el ramaje de los árboles / el viento lanza un último suspiro / audible queda el murmullo del río / pero el ojo que busca sosiego / se embriaga con el vino / que tan generoso vierte / el atardecer». No quiere ponerse servidor muy duro pero el «poema» en cuestión es ofensivo sin discusión posible. Fíjense sólo en cómo empieza. El sol, pirómano poético, es descubierto antes de llegar al segundo verso. Así que era el sol quien provocaba esas extrañas luces semejantes a rayos que aparecen en el horizonte cuando se pone. Interesante, y también inesperado ya que, según parece, todo esto ocurre al alba.
No importa. Lo malo de la poesía es que no soporta hemistiquios indecisos. Y cuando, luego, el «poema» dice que «declina en su propia sangre», nos olvidamos de lo anterior intentando averiguar de qué manera o qué declina o porqué lo que, finalmente, sea que decline algo si no a sí propio. Claro que como «el poeta» es un «joven poeta moderno» a lo mejor lo que parece una patada a la prosodia y al orden natural de las esferas es sólo un hallazgo fuera del alcance de este viejo servidor de ustedes. A lo mejor el sol se cae en su propia sangre abatido por la Guardia Civil, que lo ha descubierto quemando el horizonte al alba. Quizás sea una influencia de Lorca.
En el tercer verso ya esá servidor perdido del todo porque no sabe si «entre el ramaje de los árboles» (y le gustaría muchísimo saber por qué una frase como «entre el ramaje de los árboles» tiene aquí patente de verso) el sol «declina su propia sangre» o «el viento lanza un último suspiro». ¿Le ofrece el sol al viento su última sangre? Al «joven poeta moderno» le hubiese encantado la idea. Pero ni la vio ocupado como estaba en contemplarse a sí mismo escribiendo otra cosa. Conque no le queda claro a un servidor lo del ramaje y la declinación ante el último suspiro ni más ni menos que del viento. Si a ustedes sí, no dejen de decírselo. A lo mejor es que le cuesta a un servidor imaginarse los signos de puntuación, esa herencia sagrada que reproduce el ritmo de la oralidad primigenia; aunque sospecha que al que de verdad le cuesta es al «joven poeta moderno» (¿o se trata, tal vez, de una atractiva joven, ejecutiva y emprendedora, que acaba de poner en marcha su gran campaña viral?). Menos mal que a renglón seguido se nos informa de que «audible queda el murmullo del río» y podemos agarrarnos a eso y nadar hasta la orilla. No sabe servidor si el hecho de que el murmullo del río quede audible es una cosa singular o significante y no algo corriente (perdón por la broma), pero le parece corriente y prístino y escasamente singular habida cuenta de la indeterminación geográfica. Aún así es algo real. Uno se para y se dice: De acuerdo, “joven poeta moderno” o lo que seas, olvidemos lo anterior y comencemos a partir de aquí: estoy oyendo el murmullo de un río. Lo demás es tiempo pasado. Sin rencores. ¿Y bien?
Pues que en el siguiente verso se opone el sonido de agua al hecho de que el ojo busque sosiego en otra parte. El proceso de pensamiento (dejémoslo en «el proceso») viene a ser algo así como «el agua suena en el silencio pero ni sé porqué lo menciono, ya que al ojo que busca sosiego en otra parte le da igual y al fin y al cabo no vendo audífonos». Servidor no comprende el inflado alcance de ese quiebro ni qué desasosegaba al ojo (quizás la visión de la brutal caza del pirómano solar). Claro que servidor no es un «joven poeta moderno» y poco sabe sobre cuales sean las batallas de los sentidos que puedan inspirar a tales vates. Aunque la sorpresa no se resuelve ahí sino que, para más inri, el vino, que parecía al ojo dar sosiego (lo cual no desagradaba a este vicioso lector, por más que prefiera sosegar su sed antes que su vista en tratándose de caldos bien fermentados) resulta ser otra metáfora, en este caso de «el atardecer» y no ser traducible por su tintura, sino en realidad por el regusto a morapio que su presencia deja, lo que tal vez se compadezca mal con lo temprano de su aparición en escena; pero…
— Pero… menuda caca. ¡Un fraude!
— No te precipites, gato prosaico y maleducado, y deja que el análisis objetivo siga su curso.
Pero le gusta a servidor ese escaloncito final, como queriendo sorprendernos al decir «el atardecer» (y debe decirse alargando un poco las sílabas y ahuecando un punto la voz) en vez de «el gusanillo» o «la policía con el suegro» o «el chotacabras» o «el eclipse con el suegro». El «joven poeta moderno» podía haber tirado por ese camino: ¿Quién era el suegro del sol?, ¿y el chotacabras del sol? Podía haber hecho un poema gongorino, pero en su envidiable independencia ignora clara y voluntariamente el significado de semejante adjetivo («gongorino»). Lo que servidor no puede dejar de preguntarse es qué pasa con la noche una vez producida la tan poética alba inversa, ¿por qué la noche no aparece en el poema, entre el anti-alba y el atardecer prematuro?, ¿eh? A lo mejor el «joven poeta moderno» tiene algo contra la noche o a lo mejor no tiene ni idea de lo que pasa a esas horas, cuando, una vez prendida por el sol el alba con declinación de sangre y postrer suspiro eólico, al vino rojo del ojo que busca otro sosiego despreciando el que el río audible le ofrecía le da la hora del chotacabras y ni ha comido. Eso va a ser.
— ¿Y tú sí lo sabes?
— No, no lo sé. ¿Llama a su madre, declina..?
— El gran misterio de la poesía…
— De todas formas yo no felicito las pascuas.
En cualquier caso, gracias, «joven poeta moderno o avispada futura jefa de márquetin viral» (servidor conoció a una perfectamente capaz de una cosa así, pero esa es otra historia), la intención es lo que importa; aunque a un servidor lo haya usted confundido con alguien.