He estado releyendo algunos de mis comentarios y quiero dejar absolutamente claro que no tengo nada que ver con esa persona que se hace llamar Juan Carlos Suñén y que, en adelante, será el único responsable de lo que aquí se opine.
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El villano moderno no parece tener otro objetivo que el de hacer daño. Es raro y está lleno de traumas mal asumidos, invade tu pueblo y asesina a tus hijos porque en el colegio se rieron de él un día que llevaba la camiseta del revés, en el mejor de los casos. Lo normal es que ya fuese malo antes, que torturase pajaritos y comiese babosas mientras gateaba. El villano moderno carece, pues, de nuevos argumentos; en puridad no es un villano, sino un tarado del que el mismo sistema que lo ha hecho posible no quiere responsabilizarse.
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Resulta que vivo a 400 kilómetros de España, en un pueblo que será arrasado por el mercado antes de que el sentido común se fije en él, no puedo conseguir una copia decente de «Good-bye, My Lady» de William A. Wellman ni un ejemplar de la «Historia de la Revolución rusa», de Leon Trotsky sin pagar una cantidad de dinero que debo necesariamente utilizar en otras cosas, pero sé quien es Rigoberta Mandini.
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Han estado a punto de agredirme en una sobremesa, tras una opípara comilona berciana, en Magaz de Abajo, porque se me ha ocurrido decir que la cultura real, finalmente, solo se adquiere a través de la lectura. Quería decir que, antes o después, la referencia original, el contexto clarificador, la filosofía subyacente (de un lugar común, una afirmación política, una cita humorística, un cuadro o una serie televisiva) remiten a un texto escrito. El ejemplo no es mío: un joven escucha a Bob Dylan, le gusta y quiere averiguar más sobre su nuevo ídolo. ¿Se convertirá en un elitista antidemocrático si termina leyendo «Portrait of the Artist as a Young Dog»?
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Hay gente que, tras sobrevivir al impacto de un rayo, fue capaz, sin conocimientos previos que lo justificasen, de realizar mentalmente multiplicaciones complicadísimas; no hay nadie, empero, que se recuperase de tal impacto sabiendo, de repente, quien era Ficinio o habiendo leído a Proust.