Transversal/Universal

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He conocido a poetas que no sabían nada de poesía, que ni siquiera amaban la poesía; y también novelistas que ignoraban los textos sagrados de su oficio. No querían escribir bien, querían ser novelistas, ser poetas. No querían un oficio, sino una identidad. Su actitud, errónea, les ahorraba la duda que toda disciplina impone a sus seguidores: morir sin saber si se ha hecho bien, sin saber si merecía la pena. No merece la pena arrojarse a las aguas de la escritura sin comprometerse con la profundidad que tira de nuestros pies en cada brazada.

Cuando se toma una decisión que se considera buena, ya sea política, lúdica o literaria, es a sabiendas de que, al hacerlo, se valida también aquello que lo mejor tiene de malo. No hay soluciones perfectas: no habría alternativa si las hubiera, no habría libertad, sino locura.

Se me ocurren muchos ejemplos: casarte con la mujer de tu vida, tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro, adoptar un perro, votar a la izquierda o defender la ley «trans».

Tras casarme con la mujer de mi vida varias veces, tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro que pare muchos, adoptar un perro y votar a la izquierda he estado dándole muchas vueltas a esa ley trans, puede que demasiadas teniendo en cuenta lo viejo y sólido de mi compromiso con el feminismo histórico. Menciono esto porque no descarto que ese sesgo condicione la reflexión que viene, más, incluso, que mi condición de varón heterosexual nacido el milenio pasado.

Pero igualmente viene.

Está en la naturaleza de la izquierda derribar las barreras que nos distinguen como hombres o mujeres, poderosos o comunes, ricos o pobres, informados o alienados, superiores o inferiores, foráneos o excéntricos. No me imagino a nadie reivindicando su derecho a ser pobre o alienado; pero veo a algunas personas reivindicar su derecho a perpetuar el tópico de género, gente que no desea construirse mujer, sino ejercer de eso que el patriarcado considera mujer.

Por eso necesitamos cosas como leyes trans, de educación, de sanidad, de vivienda, de igualdad, de energía… porque no basta con que nos declaremos ricos para pagar las facturas, aunque sean las de un colegio privado de izquierdas.

Me pregunto: ¿se es hombre, mujer o lo que sea debido a portar entre las piernas una chapuza en lugar de una tara, por voluntad propia, como esa gente que es poeta o novelista sin disfrutar lo malo de lo bueno, sin sentir el tirón de fondo?

La inclinación o preferencia, es la que es; pero no es la identidad. Me confunde la identidad si consensuada, porque es más que un inocente recurso gramatical o legal, es sobre todo una construcción cultural. La riqueza, el privilegio, la desigualdad, son construcciones militares. No me confunden.

Si este fuese un blog político y no fantástico hablaría de las cosas que no me confunden, pero es una forma de pensar en voz alta sobre, precisamente, las cosas que me confunden.

Volvamos al género no literario, que es el género por excelencia.

Tantas historias del blanco y del negro y de sus respectivas almas parecen una tontería, pero carecerían de significado si el/la lector/a no dispusiese de un montón de información previa (cualquier lector/a, con independencia del color de su piel y de su sexo). Pesa sobre el sentido de lo que sea una atmósfera cultural que no disipará una ley otorgando a sus protagonistas el derecho a declarar que alma y piel son cosas diferentes, ni una que considere la abolición de la distinción entre cuerpo y alma, sino una que definitivamente suspenda la atribución de sentimientos y cualidades de cualquier tipo a la percepción de los colores y aún a los colores mismos.

Debería de haber escrito la palabra «color» entre comillas, pues en el confuso razonamiento que traigo (ya saben ustedes que pienso mientras escribo) «español» es más «color» que verde o gris.

Necesitamos la referencia para saber dónde estamos (incluso hablando de preferencias sexuales) y a dónde vamos, pero la propuesta es el sesgo, la misma mierda que queríamos evitar. ¿Para qué igualarnos en derechos si se resumen en morir por la patria? La verdad es que el concepto sexo está mucho menos manipulado que el concepto género; el concepto género es una losa dejada caer con fingido descuido sobre una realidad que exige la salvación de su lado malo. El concepto género, para decirlo de una vez, es patriarcal.

¿Soy lo que soy o soy lo que deseo? ¿Debo elegir? ¿Quiero elegir? ¿Tengo derecho a no elegir, a no ser preguntado, a no ser definido?

El maestro, la maestra, observan a X (su alumno/a) jugar en el patio del colegio: prefiere el fútbol a las muñecas, pero su nombre es Alicia. El/la maestro/a considera que su deber es esclarecer el género de su pupilo/a y, en consecuencia, orientar su normalización.

— ¿Normalización? ¿Qué?

Eso es utilizar un código cultural, no ajeno pero contrario al problema que se enfrenta, para solucionar el problema que se enfrenta, que es un problema de disolución de códigos. Normalizar es contribuir a perpetuar una diferencia de base. ¿De verdad el punto de llegada de la transexualidad es el estereotipo masculino o femenino propio de la cultura hegemónica? ¿No es raro eso?, ¿no?, ¿como una metáfora taurina en una descripción erótica?

Problema. Me hago un lío con estas cosas. Pero concluyo que mezclar filosofía y ley antes de exponer a la asamblea el fondo del asunto y sus reales implicaciones es menos transversal que aventurado.

Transversal: aventurado. Aventurado: universal. Universal: genérico.

A lo mejor sólo hay un sexo.

— ¿Y el deporte?
— La competición, ya. Me da exactamente igual. Por mí como si los prohíben.

La cosa es que hay algo que no se ha pensado bien en este asunto; algo que hay que pensar mejor. Pero no se ganan elecciones pensando. Se ganan (según parece) retirando la filosofía del programa de estudios. Ya se retiró del fundamento ideológico, hace décadas. Retirarla del todo era cuestión de tiempo. La filosofía, después de todo, es la ciencia de pensar mejor que el partido.

Me pregunto si supimos pensar mejor que el partido alguna vez, si supimos realmente pensar fuera del espacio que se nos asignó y que era sutilmente distinto para un director de banco, un representante sindical o un periodista. Si así fue, lo olvidamos en algún momento de nuestro pasado reciente.

— ¿Pasado, ha dicho? ¿No le da vergüenza?

Pensando fuera del género, de la política, de la economía, de la estupidez y, si me apuran, de la inteligencia y del tiempo debería uno de toparse –ahí– con los grandes pensadores, ahí, en ese espacio verdadero que es, que siempre ha sido, el que se pregunta a sí mismo si existe para, bajo, por, según, sin, contra, desde, hacia, ante, sobre o tras los objetos que lo abitan. Se llama filosofía, y es un espacio en construcción constante; no pinta nada en una ley, pero ninguna ley es ley sin ella.