Hemos cambiado los cuadros de sitio y el grabado de Genovés, que recibía a los visitantes de casa, ha sido sustituido por un lienzo de José Luis Onecha que ilumina la entrada con un dorado y viejo y cálido pueblo quieto, otoñal y pucelano bajo el cielo casi malva que precede al anochecer por esas tierras. En la casa resuenan las Lecciones de tinieblas de Couperin el Grande.
– No salgo, dice desde la puerta un servidor, mirando el cuadro de Onecha.
– Pero ¿no te esperaban?
– Que no salgo.
– Tú tienes el síndrome docente, cielo.
Raquel es profesora, ya lo saben, así que no necesita que le insistan dos veces para no salir de casa y finalmente decidimos que una llamada pretextando una inoportuna pereza lo soluciona todo.
Los niños, los niños (nuestros niños) son una especie de recién llegados y lo saben. Vienen en cigüeña o en patera a un mundo extraño en el que les dan un lenguaje inmanejable, secreto, para que se las tengan con el valor desmesurado de la libertad y su ejercicio (valores-trampa en la época que les toca) mientras nosotros defendemos la libertad de ser estúpidos a los cuatro vientos como si constituyese un privilegio de clase. Ponen la tele y asisten al espectáculo de un debate en el que lleva razón el más torticero, el que levanta la voz, el que arremete. Y nosotros miramos hacia otra parte porque ellos, los niños, en el fondo, no son más que nuestros payasos particulares; aunque los veamos de uno en uno.
Los profesores los reciben de cincuenta en cincuenta, sin embargo, para explicarles que tienen que esforzarse aprendiendo algo juntos cuando lo que saben seguro es que aquí manda «el Pocero», el político que no sabe hilar una idea y menos aún expresarla, el presentador que llama por teléfono al señor «Salido» para ponerle al habla con la señorita «Estrecha» (¡qué gracioso, qué gracioso!). Eso es lo que ven, esos son sus modelos. Y no es raro que se sientan un colectivo extraño, un público destinado a nuevas formas de manipulación informativa de las que ni papá, ni mamá, ni la «seño» o el «profe» tienen una idea clara.
– ¿Solución?
– Raquel, yo pensaría seriamente qué es educar. No se educa «para la libertad», ni se educa «en libertad». Se educa a los hijos del pocero y a los otros. La educación es una mezcla de sabiduría y buenos modales que se impone a todo ciudadano menor de dieciocho años le guste o no, le parezca mejor o peor, para que pueda vivir sin volverse un explotador o una rémora y para que aprenda a arreglar juguetes y a no reírse con chistes malos y zafios y gastados…
– Cuidado, cielo.