Taxis de Cacabelos

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Dice el taxista, un hombre no muy grande, pero fuerte, calvo, salvo por una especie de herradura negra y encrespada que le cubre desde las orejas hasta el cogote, y voz de mariachi, refiriéndose a las últimas incursiones de Israel en Palestina, que «se están pasando».

— ¿Le he dicho a dónde voy?
— Ya sé adónde va. Le recogí hace quince días, igual que hoy pero al revés: de Magaz de Abajo a Cacabelos.
— Buena memoria.
— No es memoria, caballero, es oficio.
— No diga tonterías.

Servidor ha venido solo, porque Raquel tenía trabajo hasta el viernes, lo que ha aprovechado para hacer algunos arreglos de última hora (introducir «peoras» aquí y allá) y para despedirse de los cuarenta, pensar. Aunque quizás pensar, lo que se dice pensar, no sea exactamente lo que servidor hace, ya que siempre ha sido más inclinado a la abstracción que a la concentración. Lo que servidor hace implica una especie de técnica emparentada con el ritmo y tal vez, con la descripción. Servidor lo prefiere: el pensamiento siempre le ha parecido la trampa que el ser humano usa para no caer en la profunda depresión que sigue a la pregunta verdadera, única, abismal. No le interpreten mal a un servidor: pensamos para que el enigma no nos vuelva idiotas, lo cual es necesario sin duda alguna, pero poco eficaz. Lo de servidor se parece más a ir en taxi que a conducir, a la contemplación de los viajeros que a los planteamientos de los filósofos, a escribir mentalmente que ha pensar.

El libro se llamará La habitación amarilla y no tiene servidor prisa alguna en su redacción. ¿Por qué iba a tenerla? Lleva años soportando esas ideas generalizadas sobre la poesía que la sitúan en una especie de santuario lejano en el que su «superlenguaje» permanece inasequible a la crítica y reacio a la lectura, lo que hace a servidor preguntarse, cada vez que se sienta a escribir, para quién lo hace.

Cuando llegó Raquel le miró como diciendo: «¿qué has roto?».

— El vínculo de ficción.
— ¿Por qué?
— Por su culpa.
— Y entonces ¿qué harás?
— Escribir ignorándolos.
— No digas tonterías.

Llegan también los hermanos de un servidor y doña Mari (que le cuenta que llovió durante el viaje y tuvieron que poner a funcionar los palitos que se mueven de un lado a otro) y el cuñado Lolo, y las niñas, y Rubén y Lucas, y… servidor cumple cincuenta añitos como tocaba: ya se lo contará a ustedes si se siente con ánimos. Ahora escribe y escribe, y se le hace tarde buscando la palabra precisa, la que le cuente lo que le pasa en una noche que avanza sin advertirse, hermosa en su disfraz de viaje largo y ocasionalmente soleado. Y sabe servidor que, aunque acierte, se arrepentirá un poco de haber usado tanto tiempo precioso en un puñado de versos que nadie leerá, seguramente, pero que si alguien lee lo hará convencido de que servidor es el taxista de ese discurso, no el pasajero. El mismo error cada vez.

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