A la vejez, viruelas

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Es servidor un lector solitario y sólo a veces, muy pocas y empujado siempre por sus veleidades críticas, social; lo que significa que no se inclina a comentar o compartir deslumbramientos de ficción, y sí otras cosas generalmente menos importantes aunque quizá (eso depende siempre del interlocutor) interesantes, tales como sus previsiones meteorológicas o futbolísticas, sus achaques o su mala leche, generalmente debida (esta última) a sus lecturas sociales pero también a esa creciente sospecha de haber sido pastoreado por los políticos, contabilizado por los funcionarios, corrido por la policía, disparado por los militares, cocinado por los curas y devorado por los banqueros en un severo régimen cuyo objetivo es, según todas las partes implicadas excepto un servidor, la felicidad de un servidor.

Como fuere, cansado de este plan repetitivo al que quienes miden la importancia de su paso por la vida no con la vara de todos sino con la que pueden pagarse nos condena, cansado de la obstinación de la lluvia y de la mala leche, servidor depuso voluntariamente su habitual ensimismamiento el pasado día tres, cerró su gastadísimo ejemplar de Las visiones, de Hadewijch de Amberes, y se hizo conducir por Raquel a Ponferrada para asistir a una reunión informativa del colectivo Podemos, a la sazón recién desembarcado en la capital berciana. El acto se celebraba en un local comercial cuya actividad no viene al caso y cuya idoneidad tampoco a esas horas en las que los pájaros se retiran a descansar y las redacciones de los periódicos han cerrado ya su edición de mañana. Le llamó la atención a un servidor que entre la gente que se iba reuniendo en el exterior flotara cierto conocido aire de clandestinidad contenida: esa atmósfera que procura calor entre extraños e inteligencia entre amigos y que surge de la consciencia de estar exponiéndose con conocimiento a una nueva y vagamente idealista forma de salir mal parado. Enseguida localizó servidor algunas presencias familiares: unas más naturales que otras y ninguna inesperada. Saludó a Marcos Cubelos, hombre firme y prudente cuya ausencia le hubiese inquietado, y fue presentado a varias personas de forma condicional, que es esa que permite retener, de momento, los rostros y no los nombres en la memoria. Escuchó con agrado el poema que un locuaz jubilado le recitó por sorpresa. Era un poema bien medido sobre la escasa fortuna de un pueblo deseoso de forjar su carácter a pesar de su historia. Raquel, que se había encontrado con Hannah y con Günter, le arrastró del brazo a la taberna de al lado para tomar un vinito antes de nada. Cumplida la tradición, entramos los cuatro en la asamblea cuando estaba a punto de dar comienzo. Servidor calculó que seríamos unas ochenta almas y, movido por uno de esos tics de juventud que le acompañarán fatalmente hasta la tumba, intentó localizar visualmente la salida de emergencia.

Parapetada tras la consigna de un realismo machaconamente posibilista, de una viabilidad siempre conveniente a los caminos de sus practicantes, cada vez menos rectos y más desnudos, la cotidianidad ha conseguido que cualidades como el valor, la honestidad, el sentido de la justicia, la generosidad o la solidaridad se hayan reducido a confeti de repertorio, a figuritas retóricas cuyo significado a penas ya perturba la elocuencia de nuestro desengaño. Ignora servidor cuánto le falta a la paciencia de la época para llegar al silencio de nuestros padres, que era un no rechistar y un no vivir también, pero sospecha que poco; así que al oír a los presentadores del acto leer, con esa falta de profesionalidad tan tranquilizadora, un texto que se diría enviado desde algún mundo más capaz, miró a su alrededor escrutando el pensamiento ajeno y le pareció ilusionado, pero también preocupado por si aquello no era la invitación fiable que parecía, sino otra micro empresa electoralista más que, simplemente, había cambiado sus métodos de márquetin.

Es mérito de nuestros representantes, ¡ay!, que nos hayamos vuelto tan desconfiados y que ya no sepamos defendernos sin ellos ni comportarnos como lo que somos: una comunidad resuelta movida por un deseo legítimo. Sabía servidor del contenido, pero condescendiente en su torre de marfil observaba su materialidad como quien ve pasar a los vilanos al otro lado del cristal. Escuchar las palabras que significan, ver los gestos que significan, observar en el fondo de cada ojo el horizonte que significa, que compromete más allá de egoísmos defensivos o delictivos, le sentó a un servidor como ese vaso de vino templado y dulce que ofrece al caminante, de buena fe, la dueña de la casa a cuya puerta le pilló la noche.

El texto, nada literario (que se imprime en quien lo pronuncia, que se realiza en quien lo pronuncia) aunque, este sí, muy profesional, puso de manifiesto la urgencia de un proyecto cuyo objetivo inmediato son las elecciones europeas de mayo, pero cuyo impulso acompaña a una voluntad de cambio que deberá volverse razón, necesidad, movimiento y riesgo a mayor plazo. De las intervenciones de los asistentes más jóvenes se desprendía una inquietud sorprendentemente experimentada, y de las de los mayores una determinación más allá de victimismos que a servidor, por un instante, le hizo creer que el mundo es un lugar habitable a pesar de esos pocos a los que don Gonzalo Suárez, sabio entre sabios, definía a la perfección con la siguiente frase:

— Siempre que tienes una buena idea, aparece un gilipollas y te la jode.

Al salir nos encontramos con Rober, que también había acudido a la convocatoria, y los cinco nos fuimos a cenar de raciones y a practicar esa forma perfecta de reflexión que es la conversación sin miedo en torno a una sabrosas y desaconsejadas viandas. Jugamos a imponernos cada uno un propósito político e irrenunciable que, en cierto modo, aligerase nuestra mala conciencia por no haber sido, en su momento, capaces de dejar un país mejor atado. Un objetivo por barba, acordamos, pero salieron siete.

— No importa, nos tranquilizó Günter levantando su jarra de cerveza. — Que sean siete.
— A la vejez, viruelas, añadió Hannah entre dientes y poniendo cara de estar a punto de saltar en paracaídas.
— ¡Salud!, exclamamos todos.

Servidor, que, como ha dicho ya, es un lector más solitario que social (lo que no significa que los escritores se dividan también de este modo, por cierto, ya que todo discurso, en su fondo, abarca la totalidad de lo real pero desea ser asumido por uno solo) se acostó rumiando para sí, como dentro de un libro, ese pequeño acontecimiento del día y, aunque últimamente dormía sintiéndose un polvoriento haz de leña seca, recuperó esa noche la placidez de hacerlo de un tirón y soñar sin sorpresas hasta que, con el primer sol, la voz del Dante le despertó susurrando que los lugares más calientes del infierno están reservados para aquellos que, en tiempos de grandes crisis morales, mantienen su neutralidad. Se levantó nuevo, servidor. Y es que eso, un buen sueño, hace por la salud lo que no hará nunca ningún régimen, por estricto que sea. Eso y meterse en líos.

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