Pensar que una empresa en dificultades es, en todos los casos, víctima de una mala gestión es como asegurar que los parados no son más que vagos sin verdadero interés en encontrar empleo. Ambas afirmaciones son propias de un convencimiento de orden superior, arbitrario, tan bien aprendido como obtuso, y típico de ciertos personajes campechanos que se dan golpecitos en el bazo cuando aseguran, tras comerse unas angulas y un rabo de toro, que a ellos nadie les ha regalado nunca nada. Pero hoy, servidor, mientras leía que Nueva Rumasa se ha deshecho de 200.000 gallinas para salvar parte de sus negocios (Hibramer) no ha podido evitar la sospecha de que no han sido exclusivamente los factores externos los culpables. Para que 200.000 gallinas (un tercio de las acorraladas, según parece) te sobren es necesario que en algún momento formasen parte de un plan de beneficio pírrico. 200.000 gallinas de cresta pequeña y opaca llamadas a la masificación del corral, primero y, tras una larga y dolorosa resistencia en pobres comederos y peores camas, hacinadas de cinco en cinco en una jaula de la superficie de un folio, a un pretendidamente heroico sacrificio al fin.
— Eran las gallinas o los trabajadores, me recuerda Pangur, cuyo odio a las ponedoras es tan antiguo como su desinterés por la justicia social.
— ¿Y a cuántos trabajadores equivalen 200.000 gallinas? A lo mejor a ninguno.
— A lo mejor ¿y qué? Te recuerdo que son las aves más numerosa del planeta. Ya harán algo con sus despojos.
— Comida para gatos. A lo mejor.
Obviamente los trabajadores son lo primero, de modo que no hay más que hablar. Pero la posibilidad de que aquellas gallinas fueran efectivamente fruto de la ambición como su muerte lo ha sido de la lógica del mercado pone de manifiesto que la sobre explotación, como la reticencia a recortar beneficios están en la base de algunos de los males de nuestra economía, y no muy lejos de nuestra proverbial prepotencia. Terry Eagleton se preguntaba no hace mucho, en su libro El sentido de la vida cómo es posible que «en el siglo XXI, el capital, que debería estar dedicado a liberar, al menos en cierto grado, a hombres y mujeres de las exigencias del trabajo, se dedique sin embargo a la tarea de acumular más capital».
Servidor no es un blando, pero no puede dejar de imaginarse a esas 200.000 gallinas unos instantes antes de ser sacrificadas preguntándose, con Arthur Miller, ¿por qué el final de las cosas es siempre tan irreal? Una pregunta que –subvencionados por los castellano y leoneses, como otras empresas del mismo dueño (Elgorriaga, Trapa…)– no se harán de momento en Hibramer; aunque, ya puestos, podían haber regalado las gallinas. Servidor no hubiese tenido inconveniente en quedarse con media docena. Al fin y al cabo sólo necesitaban comer todos los días y estirar un poco las piernas para recuperar sus hábitos productivos y…
— ¡…?
Desde el jardín llega un griterío que me hace asomarme a la ventana. Es el gato Yogur, perseguido por una pareja de mirlos. Sobrevuelan al animalito zigzagueando rasantes muy cerca de su cabeza y emitiendo claros cloqueos de amenaza, pouk–pouk–pouk (y también algún sriiii). El pobre gato, aún nuevo en estas lides, no sabe donde dirigir su carrera y tras un par de inútiles quiebros se refugia bajo la escalera de entrada, en el mismo hueco donde nació el año pasado, por estas fechas.
Ha dejado de llover y y el pollo (ya crecido; aunque las plumas de la cola aún cortas) ha saltado del invisible escondrijo que tienen los mirlos en alguna parte (y en el que desaparecen de pronto, tras dejarse ver aquí y allá y dar algunos rodeos) entre el gran abeto, el enmarañado avellano y el anciano y fuerte laurel que crecen al final del jardín, junto al maire, ya casi llegando a la huerta. Así lo hacen, saltan sin saber volar y se esconden cerca del nido, donde los padres terminan de enseñarles a valerse solos. Y allí lo hemos encontrado Raquel y yo mientras Pangur, sacando a penas medio cuerpo por la puerta, se dedicaba (un pretexto para no seguirnos) a tomarle el pelo a Yogur, como si a él no lo hubiesen corrido más de una vez, por parecidos motivos, pájaros más pequeños.
Los padres se han mantenido vigilándonos de cerca y emitiendo breves y agudas voces de alarma, nada parecido a sus habituales parloteos y toques de flauta, mientras dejábamos a su criatura (que no paraba de responderles en un tono aterrorizado) a salvo bajo las grandes hojas de las pitas y confinábamos a los gatos en casa hasta nueva orden.
El maire es espeso y los mirlos valientes, así que cualquier día, pronto, pronto, veremos al joven recién llegado mirándonos desde alguna rama ni siquiera demasiado alta, atareado en su faena. Le comento a Raquel que estas escenas (casi de dibujos animados, la verdad) le encantarán a nuestra nueva, novísima sobrina nieta, la niña Eloísa, que acaba de nacer en la Ciudad de las Rosas, cuando venga a vernos y le enseñemos con tantísimo misterio los pequeños secretos de esta naturaleza particular.
— Mira, le diré, — ese mirlo es unos días mayor que tú. Y, cuando era pequeño…
— Pues que sepas que a Yogur le han hecho sangre.
Es cierto, tiene un pellizco en una oreja que Raquel corre a curarle. Nada grave. Así aprenderá a ser más prudente.
— Y tú querías traer gallinas, amo cruel y atolondrado.