Otro Suñén

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Estos días hemos tenido en casa a los chicos y también algunas visitas y no he encontrado tiempo para un montón de cosas que me había propuesto. Así que hasta hoy no he terminado mi lectura de Cómo leer un poema, de Terry Eagleton, un libro sin sorpresas, pero tan fresco como erudito, esclarecedor a ratos, que les recomiendo si son ustedes de esos que tienen dificultades para averiguar por qué un verso debe terminar donde termina y no en otra parte. Y también quería hacer algunas averiguaciones sobre los métodos de captura de CO2 (que se supone una de las especialísimas y punteras investigaciones llevadas a cabo en la región). Por estar bien informado, ya saben.

Ocupado en esto último, sin querer, me he topado con otro Suñén, de equiparable fama y fortuna a la del bandido Cucaracha –con el que mi árbol genealógico tenía por lo demás suficiente– aunque de muy distinto oficio.

El Consejo de Ministros del 19 de Junio de 1934, el Gobierno español acordó crear una comisión que, compuesta por representantes de los Ministerios de la Guerra, Marina, Industria y Comercio, debería informar sobre los estudios de Rafael Suñén Beneded (residente en Barcelona, aunque nacido aragonés, en la comarca de las Cinco Villas, en el municipio de Layana –lo que demuestra, sobradamente, su parentesco con un servidor– hacia 1894) en relación a la fabricación de petróleo sintético.

— Válgame el cielo. Lo que nos faltaba.
— No interrumpas, Pangur.

El periodista A. Cacho Zabalza aseguraba unos días después, en el Heraldo, que el procedimiento de Suñén suponía un costo de producción tan bajo que ni siquiera llegaba a «los más baratos del momento crítico de las gasolinas naturales» (realmente muy bajos por entonces).

Rafael Suñén había pasado antes por Francia, donde, tras realizar con éxito una primera demostración, consiguió interesar al ejército, lo cual es lógico si tenemos en cuenta que, fuese o no más barato que el crudo, la fabricación propia de un combustible eficaz supone la independencia de proveedores extranjeros, algo que puede resultar vital en caso de guerra.

Sobre el procedimiento exacto seguido por Suñén se sabe muy poco. Había una patente alemana diez años anterior, a nombre del que fuese Premio Nobel de química en 1931, Friedric Bergius, y nos consta que Hitler llegó a fabricar combustible con dicho método. Pero era un proceso caro, basado en cierto tratamiento del carbón mineral que supongo precursor del que actualmente se ensaya en el Centro de Desarrollo de Tecnologías de Captura de CO2 desarrollado por la Fundación Ciudad de la Energía (Ciuden) en Cubillos del Sil. Aquí, al lado de Magaz de Abajo, como quien dice.

Sin embargo la fórmula de Suñén utilizaba carbón vegetal, vapor de agua y destilados de pudridero, algo que –servidor no es un experto– debía resultar efectivamente barato; aunque al no involucrar industria alguna que fortaleciese cualquier sector de la producción nacional, su patente podía considerarse de interés casi exclusivamente militar en aquellos momentos. Quizás el representante del ministerio de la guerra se mostrara más interesado; pero no creo que a los comisionados por Industria y Comercio llegase realmente a convencerles aquel aragonés que, además, no dejaba de mostrarse naturalmente reticente en cuanto a declarar la composición exacta de su combustible (biocombustible, diríamos hoy) que, por cierto, funcionó eficazmente en prueba realizada en la Universidad de Zaragoza. Parece ser que lo pusieron en contacto con CEPSA, creada unos años antes…

Al declararse la guerra civil Suñén –que no era sólo inventor sino también (que todo hay que decirlo) jefe en Barcelona de Acción Nacional, partido heredero de las monárquicas Juventudes Recreativas Patrióticas, que terminaría integrándose en la Unión Patriótica de Primo de Rivera, y que en cierta ocasión tuvo el privilegio de sostener durante unos instantes el cetro de Alfonso XIII— desaparece. La familia recibe una carta que asegura que está en prisión en Madrid (en la Modelo) y que necesita ropa, pero cuando se presentan en la capital les dicen que nadie con ese nombre ha pasado por esa cárcel. Fin de la historia.

— Podías escribir una novela.
— Yo no escribo novelas, gato abominable. ¿Por quién me tomas?

Un robo posterior en el domicilio familiar termino de hacer desaparecer cualquier rastro de los papeles del inventor…

— Una novela, hazme caso.
— ¿Por qué no sales a dar una vuelta?
— Llueve.

Que el dinero de los ricos acabe en manos de los pobres o sacar petroleo de la basura podría estar en los genes de los Suñén, pero no escribir novelas (al menos no en los de un servidor). Y claro que más de uno estaría encantado de ver tras esta historia la sombra del viento implacable de oscuros monopolios o ancestrales logias, pero no da para esa clase de argumento. Es más realista.

Yo creo que adelantarse a la época de uno no es bueno para nada, pero que te sorprenda una guerra civil en territorio enemigo –y más siendo un hombre capaz, entre otras cosas, de sostener el cetro de un rey– es peor aún. Por eso, en cuanto a cual fuese el verdadero final de RSB, diré que no me cuesta imaginarme al personaje frente a un pelotón de fusilamiento preguntándose por qué, como los versos de los malos poetas, no terminamos nunca donde deberíamos.

Sería deshonesto no citar a Mariano García, fuente fundamental de estas líneas: ¿Inventó un aragonés el petróleo sintético?, El aragonés que creó petróleo sintético y (firmado M. G. Zaragoza): El misterio de la segunda fórmula escondida tras un retrato de matrimonio

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