En realidad, el problema del hombre era que pensaba antes de hablar, o sea: daba respuestas, no réplicas. Su opinión no era, como las que habitualmente enfrentamos, la de su empresa o la de su periódico de cabecera, le pertenecía a cambio de una exactitud que no le hacía singular, sino raro. Y así parecían tomárselo los parroquianos con los que hablaba: no muy en serio. Estaba explicando su sospecha de que en este país éramos capaces de promulgar la tercera república sin abolir los privilegios de los poderosos o resolver las inconsistencias constitucionales. Uno de ellos se volvió hacia el camarero, interrumpiéndolo:
— Anda, pon un vaso de agua para Castelar.
El hombre sonrió haciendo un gesto que significaba «no hay manera», pagó la ronda y salió, pero antes se detuvo frente a mi mesa y señalando el libro sobre ella, preguntó:
— ¿Puedo?
— Por favor.
El libro era «No había eternidad», una antología de Antonio Gamoneda «elegida» por Alberto Escarpa y Jesús Javier Lázaro. Lo sostuvo un momento y murmuró para sí: «editorial Polibea». En voz alta, mientra lo dejaba sobre la mesa, me dio las gracias.
Los otros dos pidieron un par de cervezas más y se enfrascaron en su teléfonos móviles.
Diríase que hoy una respuesta (y lo que significa) se considera, en primer lugar una interrupción y en segundo lugar aburrida, como la lectura interrumpe alguna actividad urgente de la membrana que nos define; y eso es muy inquietante si eres un organismo que depende de la autoestima incondicional para sobrevivir.
Además, la réplica provoca la indignación de la autoridad, un «vacile» (¿se sigue usando esa palabra?) a la seriedad la hace popular entre los valientes sin causa. Pero si queremos evitar la dureza con la que seremos juzgados por los hijos de los hijos de nuestros nietos, deberíamos atender (y ofrecer) respuestas.
Es evidente que cualquiera que esté armado para detener lo que sea que se le enfrente (y ya sea para oponérsele como para asumirlo) a través de la lógica de eso que se ha dado en llamar un «zasca» pierde cualquier oportunidad de intervenir en el desarrollo comunitario. Un zasca es básicamente, una distracción, una apariencia de razón al servicio de mentes más atentas a la debilidad circunstancial que al contenido real.
Si usted afirma que es necesario averiguar qué hay tras la puerta verde, el zasca señalará que quizás es usted daltónico. La puerta y su secreto pasan a un segundo plano para cedérselo al hecho irrefutable de que ha sido usted «dejado en evidencia».
Evidencias.
El gobierno de España, a día de hoy, todavía no se ha manifestado con respecto a la necesidad de liberar la patente de la vacuna del COVID-19. La fiscalidad es injusta. El Ingreso Mínimo Vital (brindis al sol) es insuficiente. Los accionistas de las residencia de ancianos se rasgan las vestidura oyendo hablar de eutanasia. Etcétera.
El zasca es una locución evasivo-agresiva no sólo al servicio de la política, también al de nuestros encuentros sociales, a los que contamina y abarata con su ficción de superioridad impertinente, un recurso vacío que nos procura la falsa impresión de intervenir en lo público dejando fuera de peligro a nuestra escasa capacidad intelectual. La réplica como negación del diálogo.
Los de la barra, con la mascarilla en el cuello, cruzaron entre ellos algunas frases breves, al parecer humorísticas, sobre lo que veían en sus pantallas. A veces solo se las mostraban y arqueaban las cejas o guiñaban un ojo.
El más bajito, esperando, por lo visto, que corrobore sus motivos (que no he escuchado) para no vacunarse, me increpa:
— ¿Y usted? ¿Se va a dejar pinchar esa mierda?
— Me he pichado cosas peores, seguro.
De repente el camarero dice:
— ¡Queo!
Los hombres se pusieron sus mascarillas y se separaron un poco. Cuando entró la pareja de la Guardia Civil, uno de ellos se dirigió a la mujer y señalando a su compañero dijo:
— ¿Pero no te cansas de ir siempre con éste?
— ¿Y tú de ir con ese? — Respondió ella obligando a un aluvión de risas.
El de la barra me miró de reojo.
Recordé una frase de Ted Chiang, un notable autor de ciencia ficción (?) que en su relato «La historia de tu vida» en el que se basa la mediocre (tramposa) película «Arrival» (2016), de Denis Villeneuve) hace decir a la protagonista (cito de memoria) sobre su hija adolescente:
¿A dónde nos lleva esa conversación hedonista, ruidosa y finalmente inútil que permanente trunca, tuerce o retrasa cualquier sentido que no sea poner contra las cuerdas y noquear a tu interlocutor? Volví a pensar en el hombre que se acababa de ir y en que posiblemente la pocas palabras que había intercambiado con él (de hecho las que «no» había intercambiado) iban a ser las más sustanciosas que tendría hasta que Raquel volviese a casa, por la noche.
— ¿Tomará algo más?
— Póngame un vaso de agua, por favor.