No le salen las cuentas a servidor, y duda mucho de que (excepción hecha de los cuatro o cinco de siempre) le salgan a nadie dedicado a la cultura en este país nuestro. Si valorara y sumase las colaboraciones gratuitas realizadas durante años para y por distintas causas, llegaría pronto a la cifra que, en esa columna de la contabilidad tradicionalmente anotada en rojo, señala la inviabilidad de cualquier empresa. Pero servidor no dice nada nuevo si concluye que no hay oficio cultural rentable. Y si eso es cierto, que lo es en términos generales, más lo es todavía que de entre los múltiples oficios a los que la cultura puede llevarnos el de escritor es el que acarrea más pérdidas.
Hay que considerar que en estos tiempos (que son los que corrían sobre las buenas intenciones hace cosa de un siglo y que ahora han dejado de correr de pronto) definir la pérdida como la carencia o privación de lo que se ha poseído es, cuando menos, quedarse corto y, cuando más, por conveniencia falso. La pérdida es, desde aquellos tiempos que corrían hacia estos sin pensar las consecuencias de sus atolondradas prisas, lo perdido más el interés y eso, haber perdido el interés, es lo que servidor no piensa ni consentirse a sí mismo ni perdonarle a su época.
Todo trabajo genera una plusvalía, etc. Pero servidor ha olvidado cuántas veces ha escrito o ejercido gratuitamente en nombre del sagrado deber de la difusión cultural. Y el deber, ya se sabe, no espera a cambio sino la vaga satisfacción que la conciencia limpia procura a los modestos. Algo tan invaluable y elevado, tan personal y precioso, que no es aceptado como moneda de cambio en ninguna sociedad conocida, imaginada o futura. Del agradecimiento no se come, y si bien aquellas revistas o actividades en las que colaboró sin percibir compensación alguna salían adelante gracias a la generosidad ajena (cubriendo en algunos casos zonas fundamentales de la información y aún de la formación literaria de varias generaciones) servidor se vio obligado al pluriempleo.
Hay que ser productivo, pero no a cualquier precio. Decía Goethe que «el hombre no experimenta nada ni disfruta de nada, si no es al mismo tiempo productivo» y tenía, como casi siempre, razón. Pero esa productividad bien puede quedarse en casa si nos es requerida en trueque injusto. Su intimidad no va restarle un ápice de su valor. Si cualquiera se toma, sin embargo, la molestia de confrontar su experiencia sobre el papel, la partitura, el lienzo… para procurarle al otro el consiguiente disfrute (intelectual, emocional, estético) la cosa cambia. La productividad es natural y espontánea, sin duda, pero el producto es manufacturado. Hacemos mal olvidándolo. Lo abaratamos.
Naturalmente, servidor podía haber tenido la prevención de ser al menos tan rico como Goethe, y de, como Goethe, sobreponer a todas la obligación de no perder el tiempo, pero ello no hubiera minimizado en absoluto el efecto de doble ciego que la falta de una completa (honesta) relación comercial entre creador y consumidor ha provocado en la sociedad española, alimentando turbios filtros de calidad e inconsistentes discursos de necesidad al servicio no ya del creador o del consumidor, sino de sí mismos.
Por lo demás, y sin contar a esos periódicos de los que ya no le llaman: rara vez recibió servidor algún cheque en concepto de derechos de autor por ninguno de sus libros y sólo en un par de ocasiones obtuvo algunos euros a cambio de un nuevo poema o de un ingenioso artículo. En fin, sea como fuere y aunque no puede tajantemente afirmar que sus intentos de vivir del aire hayan sido un definitivo fracaso (en realidad han demostrado un grado aceptable de funcionamiento, si bien parcial) servidor, por estos y otros motivos derivados, resuelve desde hoy tomarse más en serio algunas cosas y dejar, por ejemplo, de escribir gratis en este blog.
De ahora en adelante, servidor percibirá de su propio imaginario bolsillo un sueldo imaginario lo suficientemente alto como para que le compense el pago de sus imaginarias cotizaciones profesionales, y así será más consciente de la pérdida de tiempo que implican sus intrascendentes diatribas o sus escasamente entretenidas charlas con el gato. Eso es.