Termino de leer Presencias reales de George Steiner y vuelvo casi a regañadientes a este universo exterior que se me antoja, más que nunca, el laberinto de lo parasitario, de lo que puede mostrar sin implicarse, de lo domesticable y secundario (“buscamos la inmunidad de lo secundario”), la distancia segura que nos preserva de la “presencia real” des-responsabilizándonos frente al texto (incluso frente a nuestro propio texto, a nuestra auto-lectura como texto vivo). Queremos un lenguaje despreocupado por ese encuentro que tiene lugar en la finalidad (en el infinito, si se quiere, pero «tiene lugar»), en la consideración de sentido que garantiza su comprensión última, cabal. Queremos un lenguaje esclavizado por la inmediatez, tolerante con la vacuidad, que refuerce el derecho inalienable a la alienación, la libertad de no ser libre. Queremos un lenguaje que reivindique la ignorancia, que confunda teoría con hipótesis, ironía con paradoja, cantaor con cantante, y que lo haga con orgullo, con voluntad de matón.
Roto el contrato entre palabra y realidad (con Rimbaud, con Mallarmé, con Wittgenstein), la conmoción fue del mismo calibre que si en ciencia el contrato entre teoría y hecho se rompiese. El significado podía entonces no significar y llamar a eso la muerte de Dios alimentó una metáfora demasiado poderosa, tanto que nos empujó a dar por sentado que, en lo sucesivo, el significado, como dice Steiner (responsable así mismo de lo entrecomillado arriba), “no posee residencia demostrable en el interior del discurso”.
Buen pretexto, pero el pretexto, ya se sabe, sólo tiene valor si va seguido de un texto significante. Y se puede enunciar la vida desde la perplejidad como desde la duda, ¿quién ha dicho que no? Dios sólo era un atajo que resultó una trampa. La ética, sin embargo, es un producto del ser humano y como tal valioso. No nos liemos.
El lector se acerca al poema y pregunta: “¿Por qué eres?” Y en su pregunta hay otra pregunta implícita: “¿Por qué soy?” Cualquier respuesta a esta pregunta lo es por cortesía de una trascendencia asumida por ambas partes que, aunque sea bajo la forma de un contrato temporal, circunstancial, incluso, restablece la identidad entre Logos y Cosmos.
¿Tiene sentido ser? Steiner no dice que sí, dice que el sentido es la pregunta. En la medida en que dejemos de planteárnosla, dejaremos de ser hombres. (Quizás esté yendo más lejos, quizás esté aventurando la posibilidad de que el lenguaje –el lenguaje de las artes- exista sólo para que nos podamos hacer esta pregunta).
Comprender es pues un acto de confianza profundamente moral, y el escepticismo fácil lo ha puesto en duda con el resultado de que hemos perdido la capacidad de respuesta. Lo nuestro son ya, sólo, postpalabras. No son una respuesta al abismo de la vida (con Dios o sin él). Lo que se le escapa a Steiner, tal vez, es que también la última posibilidad de plantearse esta pregunta desde la negación ha caído. Lo ha hecho con el descrédito del marxismo (el discurso marxista aún mantenía una finalidad, una trascendencia histórica y, por tanto, su confianza en el lenguaje). Volveré a declararme hilorealista; no dialéctico aunque sí avergonzado del precio del valor.
Leo a Ibn Al’Arabí. Lo leo “como si” o no lo leo.
Leo a Marx, lo leo “como si” o no lo leo.
Leo a Steiner. Lo leo “como si” o no lo leo. Acepto su persecución de Dios a sabiendas de que, sin ella, el libro deslumbraría igualmente. Acepto la presencia o la ausencia reales que están implícitas en mi lectura. Puedo imprimir a mi fruición del texto un carácter narrativo, poético, mitológico o musical. Puedo disfrutar de los detalles sin atender a la totalidad o atender a la totalidad prescindiendo de los detalles.
Puedo hacer todo eso. Todo menos leer sin más.
Puedo leer su pura “forma externa”, la belleza de su estilo. No puedo olvidar (sería descortesía y falta de responsabilidad) que su forma es el producto de una pregunta sobre el ser. Una pregunta que ha engendrado el texto y en cuyo planteamiento late el abismo de su comprensión. Steiner teme las consecuencias de la actual incapacidad de Atlas para sustener el mundo, el divorcio salvaje entre la palabra y la vida. Pero sospecho que sabe muy bien que eso no hace sino obligarnos a “penetrar más adentro en la espesura”.
Porque Steiner realmente no reclama a Dios (lo que podría parecer que hace), lo que reclama es el punto final que garantizaba la capacidad de la obra de arte para ser paráfrasis de una respuesta en cuya imposibilidad radica su dignidad. Lo que preocupa a Steiner, en definitiva, no es que llegado el final previsto para este quodlibeto la palabra «Dios» no sea menos desconstruible que cualquier otra, sino que no haya implícita supervivencia alguna del significado de la palabra hombre. Un miedo justificado si analizamos lo que parece ser el actual posicionamiento frente al significado: o inútil añoranza de sentido, o negación abierta a lo que se supone definitivamente sospechoso, hostil. El autor, el lector, parecen no confiar ya en una inteligencia totalizadora que pueda “dar fe” de su mutua pertinencia. Pero esa inteligencia, definida como la habilidad para sortear lo fatal, para obtener aquello que sin ella quedaría en manos de la casualidad o de la fuerza bruta, comenzó allí donde fuimos, hace un millón años, conscientes de nuestra muerte. Lo que me lleva dos conclusiones: que un paso más no es tan necesario como Steiner presupone, y que es la negación de la muerte lo que, en última instancia, nos ha conducido a este postmoderno y preocupante vaciamiento de sentido.
Y espero que eso siga siendo así: una preocupación. Cuando deje de serlo, y está dejando de serlo, la cultura ya no sabrá decirnos de qué están hablando la poesía, la música o la pintura en el momento exacto en que las palabras fracasan, pues no hallará en nosotros nada que pueda ser sin nosotros. La cultura, entonces, se limitará a sumar cifras de audiencia. La cultura, entonces, habrá confundido definitivamente mirar con ver, escuchar con oir.
Lo dijo Gamoneda: «Había una verdad, no se me olvide».