Resulta que para una (discutible) mayoría de este país la inteligencia se limita a ganar una discusión como la diversión a jugarse la vida (e incluso a poner las ajenas en riesgo). Resulta, entonces, perfectamente posible acabar discutiendo con cualquiera, por ejemplo en el pueblo de al lado, sobre la pertinencia de esa duda que les ha entrado a los habitantes de Mataelpino –que habían sustituido a los tradicionales toros de sus encierros por grandes bolas de piedra ante las que corrían como indianajones– tras sufrir que a un paisano le pasasen las fiestas por encima con resultado de pronóstico más que grave. De resultas, se preguntan en la localidad madrileña si no sería mejor volver a correr delante de auténticos morlacos, por seguridad. Una parte de mi cabeza no puede, sencillamente, entender nada. Una parte de mi cabeza no quiere, sencillamente, tener nada que razonar con Mataelpino. Esa parte de mi cabeza, además, no cree necesario explicarse.
Lamentablemente ese parece ser el mínimo común denominador de las opciones que los políticos nos ofrecen. Ya saben: susto o muerte. Aún recuerdo a cierto alto cargo juvenil del PP ponferradino preguntándome si prefería dos puestos de trabajo precario o ninguno mientras ponía cara de qué listo soy. Si ese es el nivel de la discusión, una parte de mi cabeza hace sonar la alarma aún a sabiendas de que la gente que acudirá le planteará en algún momento similares dicotomías.
En el pueblo de al lado, por lo menos, nadie está en condiciones de convertir su falaz ingenio en sentido de estado. Discuten por placer, como yo mismo desde que comprendí que mi capacidad de convicción no podía superar a un billete de quinientos euros.
Para los políticos, lamentablemente, todo se reduce ahora a ganar unas elecciones olvidando que, además, deberían de hacerlo al menor coste para los ciudadanos. Una parte de esa parte de mi cabeza que me afano en no mostrar a nadie me advirtió hace mucho tiempo que los políticos ya no respetan ni siquiera esa economía elemental. No importa cuánto deban pagar los ciudadanos si el resultado de su sacrificio es que nuestro partido gana las elecciones. Que eso debería de cambiar no se discute, pero no sabemos cómo cambiarlo.
No sabemos.
Eso, no saber cómo cambiar nuestra forma de proceder ante un desacuerdo, nos obliga a contemplar la historia, incluso la tradición, como a un objeto de culto y, en última instancia, a agarrarnos a una ideología más como a una tabla en el océano que como a una sustentación filosófica de nuestra visión del mundo. Al fin y al cabo, según la tradición, vamos ganado, porque el sufrimiento en esta vida garantiza la eterna felicidad en la otra. De ahí a considerar, vergonzosamente, que un puesto de trabajo bien vale la muerte de cientos de inocentes va un paso.
— Si tú no lo haces, otro lo hará.
— Pues vende jamón caducado a los colegios, antes de que otros lo hagan.
— O heroína.
— …
Una parte de mi cabeza no deja de repetirse que la tradición no es inteligencia, sino decantación de una identidad demasiado frágil cuya defensa no aspira a avanzar en la solución de un problema si le resulta más fácil la aniquilación de un enemigo que sólo existe para justificar nuestra posición de dominio ante los miedosos del interior. Cuando hacemos de nuestra identidad ese oficio el fracaso es cuesión de tiempo, por eso lo que los políticos ganan a cambio de su cursi sobreactuación no es lo que les pedimos, es tiempo (lo que no sería grave si nos afectase sólo a nosotros, pero no nos afecta sólo a nosotros: arrastra tras nuestra estúpida ficción al robo de nuestro esfuerzo y nos convence de que correr delante de una gran piedra es el culmen de la felicidad, si no eres rico).
Es muy difícil avanzar así, escapando. La lógica debe de ser aprendida antes de ser aplicada.
De modo que necesitamos otra forma de afrontar la realidad. Una forma acordada por inevitable y que se tendrá que basar, necesariamente, en el humanismo, la ciencia, el progreso y la lógica. Entonces (si nos comportásemos como personas, y no como votantes) sabríamos que lo que debemos exigirle a nuestro gobierno es un puesto de trabajo que no nos obligue a participar en un crimen, una vivienda que no nos obligue a cortarnos las piernas, una salud sin la cual carece de sentido escucharle y una educación suficiente como para saber rebatir sus estupideces sin usar palabras demasiado gruesas.
Una parte de mi cabeza sabe que debemos de aprender a vernos a través del mundo y no a ver el mundo a nuestro través.
Una parte de mi cabeza no deja de sorprenderse cuando se ve atrapada en la profecía de Camus; sufre el cortoplacismo de un pensamiento general abocado a la ruina, egoísta, aniñado e inculto. Una parte de mi cabeza sabe que hemos de revisarlo todo, incluida la tradición de valor, o no nos salvaremos, y también que ignoramos cómo hacerlo sin prescindir de ese culto a la individualidad que no es más que una pataleta de quienes tienen más poder que luces, más urgencia que tiempo, más responsabilidad que poder, más miedo que confianza. Una parte (de esa parte) de mi cabeza tiene los disgustos contados, sin embargo.
Esa parte de esa parte de mi cabeza no quiere seguir hablando del pésimo ejemplo de nuestros próceres, de su pobre, por falsa, maestría.
Pero cuando esa parte de mi cabeza pierda la paciencia nadie se dará cuenta, porque esa parte de mi cabeza es, por suerte, discreta y no osará airear a los cuatro vientos que la constitución americana es un canto al racismo o que la española es un brindis cara al sol. Una parte de mi cabeza sabe que tendrá que envejecer, hacerse a un lado y llevarse a la tumba su cabeza completa, clandestinamente.