Una parte de mi cabeza

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No se me ocurriría, ni por asomo, interrumpir al aguerrido viajero que, durante la sobremesa, describe a los comensales la belleza sobrecogedora de las auroras que pudo contemplar en Tierra del Rey Jorge hace media docena de otoños, pero una parte de mi cabeza es incapaz de representarse su descripción sin experimentar una punzada de desagrado hacia ese verde arrebolado que siempre me ha parecido excesivamente infantil, inadecuado para un espectáculo más costoso que mágico, más difícil que meritorio; un despliegue impresionante por inaccesible, por cósmico, pero estéticamente discutible. ¿Juzgo por ello el gusto del viajero, secretamente? No su capacidad, ni su arrojo. Tampoco dejo de envidiar su periplo. Una parte de mi cabeza parece, sencillamente, ser independiente de mis juicios y desconfía de todo lo que sea simultáneamente verde y boreal.

Es que hay una parte de mi cabeza que, valga la repetición, está siempre imprudentemente en otra parte, atenta a una necesidad -no por honesta o privada menos inoportuna- que a veces (a menudo, en realidad) me avergüenza advertir y otras, las menos, no saber ignorar.

Se activa cuando alguien utiliza alguna palabra sin advertir que le traiciona. Por ejemplo, cuando el poeta laureado achaca el reconocimiento recibido a alguna causa sublime pero inmodesta, o cuando el airado actor se caga en algún dios insignificante, o cuando el nuevo presidente asume los compromisos presupuestarios del gobierno recién derribado o se resiste a desvelar cierta lista por cuestiones legales. Allí donde cualquiera vería a tres personas admirables defendiéndose a las mil maravillas en un trabajo estratégico, veo yo tres sombras desilusionadas, conformes.

En un pueblo, aquí al lado, el interlocutor ocasional me advierte de que si se está a favor de aproximar a los presos (políticos) catalanes hay que hacer lo mismo con todos los presos. También (estoy seguro, aunque no pondré a prueba su paciencia) de que está a favor de sacar a Franco del Valle de los Caídos si se retiran de las ciudades españolas las calles de la Pasionaria, Lenin o Perico de los Palotes. Una parte de mi cabeza sabe bien que él sabe bien que eso que hace lo llama el vulgo tirar balones fuera, y la retórica «falacia»; pero cuando el adversario te pone en la tesitura de no poder contradecirle sin faltarle al respeto es mejor reservar la privacidad de esa parte de tu cabeza. Al menos en el pueblo de al lado. Es una incomodidad que se queda incrustada en mi cabeza, junto a la imagen del hombre que dice, ahora, que no hay papeles para todos los inmigrantes; lo dice para ocultar lo que piensa: que no le gustan los negros.

Esa parte de mi cabeza que entiende con toda claridad que si se entierra a alguien en una fosa sin nombre es para ocultar un crimen, que es manifiestamente atea y observadora hasta lo puntilloso, se teme que nos esperan unos meses de política de salvas en los que veremos a Podemos haciendo oposición desde dentro, marginal; a Ciudadanos improvisando desde fuera una solución tras otra, las que sean, a la repentina invisibilidad que ha caído sobre su prometedor futuro; y al PP venezuelizando España. Es decir: a Podemos atrapado en un papel encomiable, pero de fácil desgaste, que deberá administrar como yo administro esa parte de mi cabeza que me empuja a votarles; a Ciudadanos haciéndose el listo a falta de apuntes fiables y al PP acusando al gobierno de gobernar, algo que sólo los dictadores bolivarianos hacen (usurpando un derecho ancestral de la derecha, según parece).

Una parte de mi cabeza desearía poder hablar de las cosas sin que se le cruce alguna cuestión mayor por la que habría que empezar. ¿Y si decidimos que el Valle de los Caídos se levantó exactamente para aquello que en su día fue proyectado? Está escrito, no es opinable. Y a quienes, con tan buena voluntad, nos aconsejan no remover la historia, ¿no les explicaremos que iniciar una guerra fratricida e instaurar una dictadura durante cuarenta años se parece mucho a remover la historia? Una parte de mi cabeza empieza a sospechar que la derecha se caracteriza porque siempre quiere hablar de otra cosa.

Una parte de mi cabeza sabe que la derecha es la corrupción como sabe que la corrupción no es un mal que se pueda circunscribir a la influencia de los partidos de derechas. La derecha invade a la izquierda en ese terreno, la fagocita y la vence. Una parte de mi cabeza sabe que a ese amigo del pueblo de al lado que tiene dudas sobre el asunto de la «La manda» lo que le ocurre, en realidad, es que todas las mujeres le parecen putas en cuanto se toma dos copas.

Ese tipo (el del pueblo de al lado) también me pregunta (no sé si acuciado por mi empecinamiento en alejarme de la periferia de un debate que quiero humanista, no político) por qué abandoné la política activa.

— Cuando todas las propuestas son necesarias, deseables y defendibles, pero todo el mundo a tu alrededor es mentiroso, interesado e infiable, es mejor ser votante que militante. Cuando descubres que para defender los próximos cuatro años se te obliga a retroceder cincuenta, es mejor volver al presente.

Pocas veces digo exactamente lo mismo que piensa una parte de mi cabeza.

Una parte de mi cabeza, que comprende que un puesto de trabajo es sagrado, entiende perfectamente que cuando uno o una le dice que quemar neumáticos no contamina no está defendiendo puestos de trabajo, ni opiniones respetables, sino una forma de explotación, una clase de desinterés propio de quienes se niegan revisar la historia porque les sale a deber.

Hace unas semanas (unos meses) Eva Ryjlen (cantante) decía que si tuviese que cambiar algo del mundo de la música sería «todo el halo de estupidez que planea alrededor». Una parte de mi cabeza sabe (aunque ignora quién es Eva Ryjlen) que «halo de estupidez» y «tejido de intereses» es lo mismo.

Una parte de mi cabeza sabe que somos súbditos, animales, negros, mujeres, subalternos, inferiores, pobres, trabajadores, putas, refugiados o explotados, que dependemos de la decisión feliz de individuos que, en primer lugar, se pusieron a sí mismos a salvo y que no actúan por convicción, ni por responsabilidad, ni por encargo de la ciudadanía, sino por algo que (quizás sin que ellos mismos lo advirtiesen) los fue sustituyendo una reunión tras otra, una comida tras otra, un viaje tras otro. Una parte de mi cabeza huye como de la pólvora de valientes, votantes, esotéricos, ciudadanos, afiliados, metesillas, españoles, creyentes, creadores, consumidores, emprendedores, nacionalistas, reyes, negacionistas, esteticistas, justicieros, mamporreros, salvapatrias, socialistas, transversales, oportunistas, heterodoxos, monárquicos, vecinos, actores, naturalistas, enseñallagas, taurinos, dietistas, licenciados, poetas, sacamuertos, hegemonistas, mansos, maniáticos, familiares, formalistas, religiosos, militares, templarios y, en general, de cualquiera que se organice en torno a una idea que no sea la simple idea de cuestionarse cualquier creencia.

¿No íbamos a lograrlo? La Ilustración… ¿no iba a lograrlo?

Una parte de mi cabeza se resiste a aceptar que una batidora uniformada bajo la etiqueta de «condición humana» señale la suerte de los vivientes. Una parte de mi cabeza (enigmáticamente sincronizada con la del perro Ovidio) ni siquiera está segura de que la política nos vaya a salvar de nada (no va a salvarnos de nada) y se teme (da por hecho) que llegado el caso, arrinconado el poder contra las cuerdas de la protesta civil, aflojadas las cadenas por imperativo popular, nos conformaremos con resultar beneficiarios blancos, masculinos y pudientes a título táctico y nos olvidaremos de la canalla como olvidaron el político, el viajero y el poeta, a su amor verdadero. Y en el mismo establecimiento (hay uno en todas partes, también en Ponferrada).

Una parte de mi cabeza sabe que ha perdido para siempre y que haría mejor callándose.

Una parte de mi cabeza sostiene que no se puede ser de izquierdas y leer la Ilíada sin sentir una profunda incomodidad.

Una parte de mi cabeza oye llover mientras «la sociedad» discute la pertinencia de una pancarta.

Una parte de mi cabeza sabe que hay gente tan cerril que valora más una buena interpretación de Bach al piano que una buena administración de los recursos energéticos.

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