El hombre se da un aire al jefe de policía de Springfield, se llama Dimas y posee un verbo de maltratador pringoso al que él llama ironía. «Si la palmo antes de tiempo», ha dicho, «prohíbo que den a mis chiquillos en adopción a ningún matrimonio de gays, lesbianas o mediopensionistas». Esto ha dicho y dejó escrito, don Dimas Cuevas, entre otras lindezas de similar catadura, a saber: que en las bodas de lesbianas habría que servir tortilla, y en las de homosexuales plátano al horno. Hemos de suponer, siguiendo esa lógica, que en la suya se sirvieron bellotas.
No me hace ninguna gracia, pero es que, este ser, además, asegura sentirse víctima de una injusta persecución por lo que él denomina «opiniones personales». Es decir, que no le da a sus palabras más importancia que a un chiste de leperos. No son chistes, don Dimas, son la manifestación de una mentalidad apoltronada en el franquismo y, lo que es peor, apoltronada en el franquismo porque puede, porque cree poder.
Lo mejor sería no hacerles ningún aprecio, pero me vienen al pelo (sus palabras) para preguntarme si de verdad se puede hacer política al margen de las opiniones personales. Lo digo porque va usted por el PP en las listas al Senado albaceteño, don Dimas, avalado por sus vicios de pegamangas de copa y puro, eructo y golpes de bazo, de triunfador paleto que no tiene por qué disimular su zafiedad.
Se diría que ahí seguimos si no fuera porque, ahora, la política no puede ya permitirse el lujo de perdonar ciertas taras, en especial aquellas derivadas de no querer aprender y, para empezar, este nuevo emparejador de frutas, de apellido bien puesto, no quiere aprender ni a callarse cuando la prudencia -al menos la prudencia- lo aconseja. Fíjense que, hoy por hoy, los ofendidos, las ofendidas, ni siquiera le pedirían más. Yo (que también me siento ofendido en mi inteligencia sensible) le quitaría la custodia de sus «chiquillos». Es evidente que no está capacitado para educarlos. En cuanto a su presencia en las listas de Albacete, que lo decidan allí; el cerdo es suyo.
– ¿Una de Bolos?
El que interrumpe es Rubén, que está vez ha decidido atender a su madre y venirse con nosotros a Magaz de Abajo. Pero no se refiere a lo que escribo, ni a ir a la bolera. No. Se refiere a la Wii.
Dos horas más tarde me declaro campeón mundial de bolos por Wii con 280 puntos insuperables. Rubén manifiesta su protesta alegando que el programador del juego de marras es más raro que un telescopio, y pide la revancha. Otro día, voy a seguir leyendo Vida y destino de Vassili Grossmann, que por hoy ya tengo bolos de sobra.