Asumir el fracaso constituye un acontecimiento personal catastrófico que, si además deriva de la derrota de una convicción enfrentada a los hechos, implica simultáneamente el final de la confianza en la capacidad de uno para lidiar con el mundo y en la capacidad del mundo para asistirle a uno. Cualquiera que haya experimentado, experimente o vaya a experimentar en el futuro semejante caída, deberá ser muy fuerte para seguir poniendo su virtud por encima de la salvación material, la dignidad un centímetro por encima del pánico.
Como la resaca, el fracaso (asumido) debería dotarnos de la lucidez, la humildad y la fuerza necesarias para no confundir derrota con error y para no utilizarlo como pretexto para entrar en el oscuro mundo de la esclavitud bien pagada, donde llorones y metesillas justifican creen no ser otra cosa que buenos ejemplos de la condición humana. Lo mejor contra la resaca: una cerveza.
Lo primero que debe de saber un fracasado o fracasada es que no todos los fracasados o fracasadas fracasan; algunos -en especial los que se conocen a sí mismos hasta el punto de saberse condenados- se venden antes (un centímetro antes). Otros, por el contrario, resisten un centímetro más, comprenden que tachar de tonto a todo el mundo para justificar una acción de exclusiva responsabilidad a cambio de una ficción de dignidad o de propio albedrío conduce a algo peor que el fracaso, conduce a la infamia; pero esos no le importan a nadie.
Me apena, al socaire de la actualidad agitadísima de España, que lo que es punible y vergonzante para unos territorios no lo sea para otros, pero seguro que hay alguna argumentación loca que lo justifica pues el fracaso compensa la ceguera que provoca en sus criaturas con una incontinencia verbal capaz de saltos mortales. También me incomoda porque se diría que el discurso político da por sentado que el oyente es tan tonto como para no percibir la banalidad, la incoherencia categoral o la falsedad de ciertas declaraciones. Ni es tan tonto ni está tan ideologizado el común como para no advertir el poco peso de la ideología en la ingente cantidad de propaganda no solicitada que recibe a diario.
Una digresión en forma de preguntas retóricas: ¿es posible confiar en un partido político que se pasa cuatro años dividiéndonos y enfrentándonos y quince días apelando a nuestra unidad? ¿Sería mejor al revés?
Por desgracia (retomo) tengo que concluir que vivimos en una sociedad que genera una enorme cantidad de aspirantes al fracaso, gente adornada de la cultura general justa, justísima, pero necesaria para poder escapar del grupo (aún más numeroso) de fracasados de cuna sin atracar un banco y dedicarse a administrar el bienestar de un país; son tantos y tantas que la política se convierte por necesidad en un discurso de rencor patológico y biunívoco entre el fracasado comprador y el fracasado en venta.
La condición humana, como expresión de debilidades clásicas, no existe para ellos sino reconvertida en consuelo; entendida desde el miedo al fracaso la condición humana es el capote con que vendedores y compradores torean al fantasma de la crisis moral. ¡Pero la condición humana es la pureza!
Reconsideradlo: Hemos fracasado porque hemos sido incapaces de decirnos a nosotros mismos que el trabajo es una dignidad, no un medio, que no hay bienestar sin bienser (Emilio Lledó) y que la democracia es el gobierno común para el bien bajo criterios de justicia, ética y verdad según ley, no según nómina.
Nuestro fracaso es que hemos sido incapaces de elegir bien y, en consecuencia, de educar en la virtud y de dotarnos de vecinos incorruptibles, empresarios incorruptibles, políticos incorruptibles, funcionarios y jueces incorruptibles… y que nos hemos escudado en la condición humana para convertirnos en marionetas gobernadas por marionetas gobernadas por fracasados que teniendo los medios para evitar el mal han preferido (les hemos permitido democráticamente) aprovechar el miedo a su ventaja. Nuestro fracaso es que no hemos conseguido ser nosotros mismos. En consecuencia: hemos creado una democracia de acomplejados a la que le falta, permanentemente, un centímetro de alto y en la que no nos sentimos ni autorizados ni defendidos, sino agitados y removidos en una cosa sucia y ladrona, sangre de un cuerpo impuesto que creemos la encarnación de la condición humana, el espejo de nosotros mismos, decantación mostrenca; así nuestra reputación, así nuestra corona, así la patria y sus malcriados, así nuestra conciencia, así, hasta decir basta.