Última uva

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Me faltaba la última uva y decidí no tomarla, simplemente la dejé en el vaso, junto con el palito,  mientras me levantaba a abrir una botella de champagne correctamente: cuarenta grados de inclinación y sin soltar el corcho. Serví las copas, alcé la mía, dije «feliz año» y besé a los presentes. Ellos respondieron con la misma efusión de siempre, como si también este año hubiese comido mis doce uvas. Y así permanecieron, tan amables o puede que más, incluso, como cualquier otro año nuevo inaugurado sin sobresaltos. Sin embargo yo no era el mismo. El hecho de haber comido once uvas, y no las doce que la tradición aconseja, la superstición impone y las dos caipiriñas con las que suelo celebrar el fin de año, en total, contenían, me daba cierta ventaja que tardé en asimilar. Siempre tuve la sensación de que en determinados momentos (por ejemplo en la uva doce, no en la once) se ocultan las bisagras que hacen que nuestra vida gire, nuestro punto de vista se modifique y el mundo cambie.

Pangur me felicitó el año sin decir una sola palabra y Raquel me felicitó el año y me confesó que no tiene un amante, sino que va efectivamente a pilates dos días por semana; un señor alto me felicitó el año y me confesó con lágrimas en los ojos que yo era su padre al mismísimo tiempo que otro bajito me felicitaba el año confesándome con orgullo que no era el suyo. Una niña se me acercó por detrás y, tirándome de la manga mientras me mostraba la solitaria uva en la palma de la mano, dijo: Esto es tuyo, señor». Por primera vez en mucho tiempo tuve la sensación de que nadie me ocultaba nada. Tampoco yo podía ya ocultar nada. Tomé la uva de la mano de la niña, la miré (pedicelo, pincel, hollejo, pulpa, semillas, ombligo) y me la guardé en el bolsillo.

— Puedes quedarte con el palito, guapa.

Ya sé que se están peguntando ustedes dónde está la trampa o cuando voy a empezar a darle la vuelta a este sospechoso optimismo mío. No pierdan el tiempo. La apertura comprensiva provocada por mi insólita conducta parece firme y estable. Todo es visible y sin vuelta. Todo progresa sencilla y luminosamente hacia su natural desenlace desde que dejé la duodécima uva fuera del juego, y con ella mi proverbial desconfianza.

Pongo la radio. Me vienen a la cabeza la imagen de una piedra, redonda, sobre la arena, redonda como una duda vieja y erosionada, pero el violoncelo de la op. 131 de Beethoven nos encarrila, a ellas y de inmediato hacia su jaula de niño de mantilla y, a un servidor entre pétalos a la evidencia escandalosa de que este año todo, pero todo, todo, le va a dar un poco igual. Bueno, para no mentir: por la radio también salió una voz que anunciaba el fin del mundo que casi me hizo ilusión, pero eso pasa mucho.

También he decidido no hacer nada.

¿Por qué, por qué? preguntan ustedes fingiendo un interés que nunca han tenido y mientras esperan que les de la fórmula de la caipiriña de uvas. Pues porque es lo mejor. ¿O van a desoír los consejos de un poeta que, tras casarse con una profesora de lengua y dejar de comer la uva décimo segunda, ha visto claro el hecho simplicísimo de que cualquier cosa que diga o haga será sencilla y llanamente intrascendente?

Ingredientes:

    6 gajos de limón
  • 12 uvas verdes
  • 4 cucharaditas de azúcar
  • 1 taza de cachaça
  • 6 cucharadas de vino blanco
  • 10 cubitos de hielo
  • Palito de brocheta

Preparación:

Agiten juntos en una coctelera los gajos de limón, 10 uvas y el azúcar. Con una cuchara de madera o un mortero machaquen las frutas para que suelten su jugo. Añadan la cachaça y el vino y agiten bien. Luego añadan el hielo y agiten enérgicamente medio minuto.

Sírvanlo en vaso bajo. Con el palito de brocheta atraviesen las uvas restante y colóquenlo sobre el vaso. Una vez servido el primer trago disponen de seis segundos para bebérselo, uno para rellenarlo tres para vaciarlo de nuevo y uno más para cada una de las uvas del palito. A servidor le sobró un segundo, y piensa administrarlo sabiamente.

Ustedes quizás no se han fijado, porque carecen de la distancia que sólo el hecho de haber ingerido once y no doce uvas la noche de fin de año, confiere a todo español, pero sólo nos va mal lo que intentamos. No se muevan, no se den de alta, no existan (en «provincias» llevamos años haciéndolo y fumamos en casa como en la huerta: la mar de a gusto). Háganme caso y no vean los anuncios que animan a emprender actividades estimulantes, no colaboren a la confusión creada por los tenderos y escuchen sin pestañear ni rechistar a los políticos que desaniman toda intención y desactivan toda iniciativa y créanme cuando les digo que lloverá cuando tenga que llover y escampará luego. Claro que eso me importa muy poco ahora que he comenzado el año sin atragantarme y voy a tener razón, porque no hay más remedio que tener razón si no haces nada. Guardaré mi última uva, mi segundo de más, y aunque esté pasa la cuidaré con esmero, como quien cría un naipe bajo la manga. Y eso será lo único que haga después de fumarme el último puro «Caoba Oro» (República Dominicana) que me dejó el amigo Miguel Ángel en su habitual visita estival. De momento.

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