Un torero ha dicho que le duele España más que el aplazamiento de San Fermín. No distingue categorías pero sí las fronteras del dolor. Así es, a veces las tiene y nos duelen el Mediterráneo, Siria, África, Palestina… Dolores de fuera que ocasionalmente llevamos dentro. Lo que pasa ahora es sin embargo que estamos dentro del dolor. Que nos duela algo, lo que sea, dentro del dolor es como lo de ese viejo chiste:
— ¿Qué día tan malo: a ti se te muere tu madre, a mí me aplazan San Fermín.
Pero así es, hay dolores pequeños, de alcance doméstico, dentro del dolor grande y a algunos les duele la derecha o la izquierda, o Madrid o el barrio de Salamanca, a muchos la sanidad pública o la ciencia, a los menos la suspensión de libertades; a todos, seguro, seguro, el sufrimiento del prójimo, y España.
Supongo que ese es el trabajo ahora, devolver el dolor a sus espacios habituales: la rodilla, la espalda, la cabeza.
— La cleptocracia, el colapso medioambiental, la resistencia…
Hay que tener una resistencia ética a la altura de la hepática para considerarse intelectual y pasar de provocaciones en estos días en que los obispos se manifiestan contra cosas como la renta básica (perdón, mínima); aunque se entienda: un obispo sin pobres es como un pájaro sin mijo.
Lo que no se entiende es que nos estemos enfrentando políticamente a una catástrofe como si nos estuviésemos pegando en el claustro, durante unos ejercicios espirituales, por quién es mejor bueno.
Nuestra cultura política. Nuestra cultura.
La cultura, entendida como espectáculo, no la echo de menos; tengo una biblioteca a mi disposición (y discos y películas) y no extraño la serenata de ningún artista cuya sensibilidad se vea obligada a apoyarme, sobre todo si percibo a la legua que lo que hace es intentar colarse en un catálogo de primeras necesidades que le viene grande.
Claro que hubo artistas y que los hay que saben moverse entre la creatividad y la moral para impulsar verdaderos cambios, pero son tan raros como los políticos que verdaderamente defienden lo que representan.
Esas letrillas de segunda, esos refritos melódicos, esa necesidad de público son un insulto a la realidad, como la sensibilidad de los toreros, cuya apropiación de la muerte se ha instalado en nuestras vidas como una dictadura planetaria. Algo a lo que la cultura, como la política (las verdaderas) no podrán sustraerse.
Y ahora que lo pienso: ¿a quién le importa lo que le duela a un torero fuera de la cornada o a un cura fuera de la doctrina?, ¿no se reduce todo, ahora, a médicos y pacientes?, ¿existe aún esa distinción?
Las únicas diferencias que aún sobreviven en esta crisis son las que esperan al día después, las que aguantan y se acicalan para afilarse luego, para no ablandarse en la realidad y perder el privilegio de la supervivencia, las de clase.