Estuvo servidor viendo un trocito de la aparición de Pablo Iglesias en ese programa que se llama El Hormiguero. Es un programa ni interesante ni divertido; y si servidor lo ha visto por el motivo que sea le ha parecido una especie de largo encubrimiento publicitario, un anuncio recubierto de curiosidades más aparatosas que útiles y de chistes de fácil mecánica. Lo de Iglesias lo vio porque en algún sitio leyó que había sido censurado y la curiosidad le llevó a Youtube.
El fragmento de vídeo mostraba a Pablo Motos invitando al político a podar (¡qué ingenioso!) un árbol de guardarropía en cada una de cuyas grandes hojas había escrita una leyenda con algún asunto polémico desde el punto de vista político o social. La cantidad de hojas y el contenido humorístico de alguna de ellas hacía suponer que el juego iba a durar más de lo que finalmente duró. Pero ese no es el asunto. Lo que a servidor le llamó la atención es que tras cortar la hoja de la monarquía, con el argumento de que un jefe de estado debe de ser escogido por su pueblo y no por su cuna, y la correspondiente al concordato con la Santa Sede (eso es un nombre comercial bien elegido, por cierto), Pablo Iglesias respetó la de las corridas de toros.
— No me gustan –dijo– pero la voy a dejar.
Servidor dió un respingo; no porque no pueda ser comprensivo con ciertas actitudes favorables a la tauromaquia, sino porque encontró chirriante (aunque muy española) la información no solicitada: «no me gustan». Servidor se imaginó a sí mismo declarando «a mí me gustan los toros, pero los aboliré en cuanto tenga la más mínima oportunidad» y se pareció ecuánime, sincero, valiente, moderado y moderno.
En su temprana juventud, casi en su niñez, solía servidor ver las corridas de toros por televisión como (supone) ve un niño actual un partido de fútbol, intentando desentrañar el motivo de la pasión de sus mayores. Motivo que aprendió a compartir hasta el punto de interesarse por algunas lecturas al respecto (la tauromaquia literaria la salva servidor en todos los casos, como la mitológica raíz o la pintura de Barjola). Naturalmente, el dominio del lenguaje taurino añadió a su fruición el aparato crítico suficiente para una degustación rigurosa y, en consecuencia, para un disfrute completo de la llamada fiesta nacional.
Llegó a tener sus toreros favoritos, a lamentar el deterioro de la casta, la preferencia popular hacia el feroz sobre el bravo o la caricaturización de las figuras y a discutir la última faena que tocase con quien a ello se prestara. No encontraba servidor, sin embargo, mucha gente de su edad que se prestase a ello. Los toros no eran cosa que interesase a sus iguales y, de hecho, aquellos de su edad que terminaron por interesarse lo hicieron por puro esnobismo. Acudir a la plaza (cosa que servidor nunca hizo) se había convertido en parte de aquella invención del pasado que, de repente, una generación enriquecida a base de pelotazos necesitaba con urgencia: un signo de aristocracia popular. Servidor, por entonces, hacía el camino contrario.
Servidor comprendió que bajo ningún concepto hay fiesta en la crueldad, que el espectáculo implicaba muerte y tortura gratuitas, que la igualdad o desigualdad poco sumaban o restaban a ese hecho y que hay cosas que ni el arte, ni la costumbre, ni la cultura pueden redimir. Servidor no le otorgaba, ni le otorga, a la vida de un ser humano el mismo valor que a la de un toro (y espera, por el bien del equilibrio ecológico general que el toro haga lo propio) pero si hubiese descubierto a su hijo torturando a una mosca le habría dejado sin paga por lo menos un mes. Es decir: no es la vida del toro (o del gallo si estuviésemos en la República Dominicana) la que vale más que cualquier idiosincrasia, sino que cualquier vida vale más que cualquier consideración religiosa, estética, histórica, tradicionalista, cultural o gustativa. Lo que Pablo Iglesias puso de manifiesto en El Hormiguero es que quizás no valga la vida más que una necesidad electoralista, que un puñado de votos. Eso, querido señor Iglesias, es tauromaquia de salón (e irreflexiva), lo que seguramente tampoco le gusta (es irrelevante). ¿Significa que si París valía una misa, España bien vale unas muertes? Servidor (que ya espera ser reprendido en nombre de la ventana de oportunidad, etcétera) no lo entiende bien: si lo que desea es ganar a cualquier precio, señor Iglesias, le saldría más barato cortarse la coleta; porque avanzar hacia el cambio de paradigma aplazando los valores fundamentales (y el de la vida lo es tanto o más que la gestión colectiva o la democracia participativa) es perder el salto, por aprehensiones de miedo, en una suerte que se sabía ejecutar.
Y sí: servidor leyó en su juventud a don Josef Delgado (alias Illo), y también a Proudhon.