Gestos

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Pangur, el gato, pasa junto a los pies de un servidor con el rabo bien estirado hasta casi su extremo (que dobla a modo de meñique victoriano) repitiendo un maullido largo y tajante con el que le regaña por haberlo tenido tantísimo tiempo esperando en la puerta.

— Supones — dice Pangur.

Cierto: servidor lo supone porque su gato (con lo listo que es para otras cosas) no tiene forma de saber cuánto tiempo lleva esperando exactamente. Así que, para acertar, servidor no debería haber dicho que su gato protesta porque él ha tardado, sino «por si» ha tardado en abrirle.

El caso es que a menudo leemos en los animales, como en las páginas científicas de los periódicos, más «por si» somos listos que porque seamos listos. Lo normal, entonces, es que pequemos de humanizar a los animales (llenos de microhumanismos, sin duda) y no al contrario. Sin embargo los informativos han encontrado un nuevo filón en la comunicación no verbal y no falta ya en ningún medio esa suerte de crítico (de algún raro teatro naturalista) que analiza la gestualidad de nuestros políticos en relación a «modelos» generalmente sacados del mundo animal.

Según tales expertos, que son parte del sistema, guardianes (aunque modestos) del sistema, parece que así como al galán se le reconoce porque lleva en el ojal una flor de margarita, al líder se le respeta porque se sienta alardeando de contininente y no de contenido y se muestra como si estuviese a punto de soltarle un azote en el culo a lo primero que se le acerque porque para eso es un macho «alfa» sin complejos y tal.

Servidor, que se reconoce a diario algún que otro microclasismo como algún que otro micromachismo, no puede evitar sospechar tras el método de tales analistas (que ven con mejores ojos al chimpancé que al bonobo) ciertos machismos y clasismos no por biológicamente justificados menos odiosos. O sea, que si la forma de conseguir la confianza de los votantes es la de copiar el gesto de la naturaleza más impositiva, lo mejor que podría hacer el candidato de visita en La Moncloa es orinar en los quicios de las puertas y mullir los almohadones del sofá antes de sentarse.

— Eso — dice Pangur.
— ¿Cuándo has orinado tú en los quicios de las puertas?
— No soy territorial. Pero mullo nuestro almohadón siempre que puedo.
— ¿Nuestro?
— Sí, ¿no?

Vale: la buena educación, cree servidor, debe ser parte de la sutil diferencia. Si tuviera que visitar al presidente del gobierno, servidor, adentrarse en su alambicado ambiente, seguiría antes los consejos de Carmen Lomana que los de Dian Fossey. Ciertos gestos, mudados de contexto, no sólo provocan la incomodidad del anfitrión, también la vergüenza de los observadores y, al final, quizás denoten algo sumamente preocupante: que el candidato actúa como actúa no porque sea así (que sería grave), sino «por si» demostrar que puede hacerlo le concede alguna ventaja semejante a la de esos atletas de gimnasio cuya verdadera finalidad es alardear de disciplina, no de salud. Servidor sospecha que los candidatos que se dejan asesorar en según qué cosas llevan una patita de conejo en el bolsillo. No se cambia de juego aceptando las «pequeñas, insignificantes» normas que lo perpetúan como cosa de hombres, desde luego, no se fomentan nuevas formas de liderazgo imitando a los gorilas de montaña por mucho que uno los admire y respete.

Recuerda servidor a su amigo Constantino Bértolo avisando de que a Kafka comenzó a leerlo toda una generación que de repente supo identificarse con el insecto Samsa, y no con su patriarcal familia, y se pregunta si de verdad será esta que a punto anda de tomar el poder la generación que, compadeciéndose antes de la cultura que de la antropología costumbrista, acabe con tanto tactismo pseudocientífico, tanto macho alfa y tanto miedo a perder, si va a salvar a Gregor de su conservador entorno o si dejará ciertas cosas como están «por si» no hay más remedio.

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