A servidor, que hace de cuando en cuando gala de cierto ingenio a su manera, esas personas que utilizan el suyo para disimular la falta de inteligencia le merecen poca confianza. Muchas son poetas, pero la mayor parte políticos. Se han visto algunos ejemplo con motivo de esta delirante moción de censura de Vox a no se sabe bien quién o quiénes. También hubo discursos a los que el giro de guion de los populares vació de interés, pero esa es otra cuestión.
Hablando de la moción: servidor sospecha que Vox la perdió porque ya la había ganado en 1939 y no ha cambiado tanto la cosa desde entonces como para que haya que revalidar lo que nos diferencia de la Europa fetén. El franquismo vive bien escondido en las oscuras despensas del sistema y sus proveedores, bien escondido y muy bien, y no le interesa que un visionario de guardarropía tenga ideitas para facilitarle nada.
Y el franquismo residual, impregnándolo todo en mayor o menor medida: un destilado de educación trapacera, caspa, patria y catolicismo rancio.
El franquismo residual es, sobre todo, ese poso simplista que aflora tanto en la sesgada ingenuidad de Ortega Smith afirmando que Franco celebraba elecciones (democracia orgánica, se llamaba) como en el periodista que no le replica que la roja Unión Soviética también y, si le apuran, diría servidor que más democráticas. Pero esa también es otra cuestión.
Sería interesante trabajar un poco, en caliente, para que el tan cacareado acordonamiento de la extrema derecha dejase de ser un asunto exclusivo del PP. O sea, que la izquierda se plantee si no debe ofrecerle allí donde gobierna con Vox los votos que necesite para dejar de hacerlo y siga oponiéndosele con el resto. Eso es aislamiento, al menos en el mundo grande: conceder al oponente la posibilidad de que no le venda el alma al diablo para salvar los muebles. A cambio no habría que pedirle más que dos cosas: que deje de sabotear las ayudas a España acordadas por la Unión Europea para combatir la crisis y que condene el Franquismo. Pero hasta en la política ficción los más ingeniosos olvidan que no es inteligente cebarse en los obtusos.
Y nada entre medias.
No sabe servidor cómo ha llegado a un punto en el que la gente se le antoja repartida entre la que se le atraganta y la que le desprecia, pero, como el franquismo en su opípara clandestinidad, saca también ventaja de ello, a su manera.
Por ejemplo: en menos de dos días Ponferrada ha sido confinada, desconfinada, reconfinada y redesconfinada para perplejidad de sus moradores, ya habitualmente turbados por el hecho de contemplar la lenta pero imparable disolución de su ciudad en el lenguaje político, pero no preparados para tanto suspense, y a servidor no le ha afectado lo más mínimo.
Tampoco le afectará lo más mínimo el toque de queda, pues hace años que defiende que lo único que puede hacer una persona decente en los tiempos que corren es estarse en su casa cuidando de sus animales, sus plantas y su espíritu, si los tuviere, y no salir de ella sino en habiendo luz natural.
La noche le pertenece a la casa, y servidor ha vivido algunas de las mejores que recuerda «en el cuarto de los encerrados por la conversación» (Ildefonso Rodríguez, Informes y teorías).
Claro que servidor padece ceguera nocturna, una dolencia que, como la moción de Abascal, puede parecer al común redundante, pero que es, de hecho, motivo del único miedo que de verdad le inquieta: recuerda, siempre que se ve pillado en un apagón los versos de Hugo Klaus:
su cuerpo tanteó su propiedad: la tierra y no encontró ni ramas ni árbol
Tantea entonces servidor la suya, su propiedad, y encuentra rama y árbol, y si profundiza más, el toque de un pensar entre la raíz de su árbol y la otra, la del árbol vecino que conversa con el suyo sobre lo que un tercero precisa u ofrece, y así recuerda el gran error que supone confundir la oscuridad con el vacío y, a su manera, se tranquiliza.