No sé que pasó el otro día, pero andaban los de la derecha de la derecha por Magaz de Abajo haciendo proselitismo como si las elecciones fuesen mañana. Me lo topé, disfrazado de conocido, a la hora del vermú. Bastó un dubitativo «hola» para que se activase.
Pulserita con la bandera y eso. Me mira como si, por no llevarla, fuese sospechoso, extraño, de otro pueblo, y no quisiese a mis nietos.
Le explico que tengo una sábana con la bandera y que duermo todas las noches como un bebé arropado en mi españolidad, y también un juego de toallas, pero que para vestir prefiero tonos más varoniles.
— Soy español de valle, no de pico.
No le convence: para ser español, español hay que tener pulserita, y no criticar subrepticiamente a las compañías eléctricas que no tienen la culpa de que el gobierno quiera destruir el mundo. No me da tiempo a responder, porque enseguida surge una teoría conspirativa que tiene que ver con la energía y los egipcios. Levanto una ceja escéptica y me acusa de ignorante y mal berciano.
— ¿Usted se explica cómo pudieron alinear la entrada de la pirámide con la estrella Sirio con tanta precisión?
— Con una cuerda y dos palitos. ¿Y usted sabe quién era Enrique Gil?
— Eso da igual. ¿Se ha preguntado al menos cómo pudieron construir las pirámides.
— Con mucha mano de obra y un presupuesto claro. ¿Y usted sabe quién era el padre de Cleopatra?
— Eso da igual. Los extraterrestres…
— ¡Espere! ¿No me irá a decir que vienen a quitarnos el puesto de trabajo?
— No.
— ¡Cabrones!
— No. Iba decir que…
— … perdone un segundo, que voy a hacer un inciso.
El día antes, en el camino, se me acercó un hombre sin mascarilla a preguntarme alguna cosa. No tendría ni cuarenta años. Le advertí:
— Yo estoy vacunado. Pero usted…
— Yo no creo en eso. Creo que el virus se lo ha enviado Trump a los chinos.
— ¿Para? — pregunté palpándome la mascarilla en el bolsillo.
— A los chinos. Para hacer daño.
— Pero ¿mata o no mata?
— Yo no creo en eso. Es un montaje, todo, pero claro, nunca se va a saber.
— Pero usted lo sabe. Nadie en el mundo lo sabe, pero usted sí –dije casi para mí solo, poniéndome la mascarilla.
— Trump, a los chinos –repite elevando el tono de voz, como si de pronto sospechase que era sordo.
— Siga todo recto, por ahí para abajo, para abajo y luego a la derecha y a la derecha otra vez… hasta que vea un maizal con círculos raros.
No tengo nada contra las teorías; sería inútil. Todo el mundo las tiene: conspirativas o no, universales o privadas. Pero no puedo soportar una teoría incoherente, y las conspirativas tienen una fortísima tendencia a serlo. El caso es que no estaba de humor para tomarme en serio nada que no lo fuese.
— … lo que le iba a decir es…
— … ¿que tiene usted muy buenos amigos extraterrestres? Seguro, seguro, pero eso de que vengan a aprovecharse de nuestros impuestos no me parece a mí ni medio bien. ¿Qué se será lo siguiente?, ¿que nos roben a las mujeres? Casi estoy por decirle que no me parece usted muy patriota.
— Y tu no me dejas hablar. Eres un intelectual y un rojo.
— ¡Coño! Cuando era un ignorante me llamaba de usted.
Lo malo de discutir con la derecha de la derecha es que siempre llegas al punto en que eres un rojo; tanto si eres metalúrgico como si eres monja de clausura, o crees en los ovnis y niegas la pandemia o estás en su voluminosa y negra lista. Sólo alguien a punto de ser desenmascarado tiene catalogados a los demás en tan pocas categorías.
— Lo que le digo, a «usted», es que los extraterrestres son superiores a nosotros.
— ¿Intelectualmente?
— Mmm…
— ¡En número! ¡Lo que faltaba!
— ¡Más evolucionados!
— Peor me lo pone, porque entonces además de quitarnos el pan y a las mujeres (y siendo superiores en número y no muy cultos) seguro que prohíben también las corridas de toros. ¡Pobres toros! Me parece que no tiene usted muy claras sus prioridades, «señor».
Había girado sobre sí mismo en ademán de marcharse, pero completó el círculo y me encaró diciendo bien alto (había advertido que varias mesas estaban pendientes de nuestra conversación) que el presidente del gobierno se ha casado con un maricón que se ha puesto pene y se ha disfrazado de mujer.
— ¿Y qué problema es ese?
— Pues que los hombres son hombres y las mujeres mujeres y que un maricón se ponga un pene es una aberración.
— Pues mire, en eso lleva razón. Hágase un favor: páguese una ronda, vuelva y siéntese, que me parece que deberíamos de tener una charla sobre las flores y las abejas.
Pagó la ronda, la verdad, pero se quedó dentro, en la barra, mirando un partido de fútbol atrasado. Me sentí cansado y asustado, sobre todo cuando me imaginé al tipo celebrando la victoria de los suyos en un futuro lleno de ovnis y descerebrados. Pero también preparé mentalmente algunos comentarios sobre extraterrestres adultos corriendo en calzoncillos detrás de balones de plástico meteórico y cosas así, por si volvía. Cuando se marcha, desde la puerta de su automóvil, me grita:
— Adiós, rojo.
— Adiós, marciano.