Puede que le sobren 15 minutos y puede que le falte precisión narrativa, todo en la segunda mitad (la primera es simplemente impecable), pero The Congress, la última película del israelí Ari Folman -del que conviene no perderse Waltz with Bashir (2008), enteramente de animación, sobre la matanza de Sabra y Chatila- no deja de ser una de esas obras a las que cabe defender con más, mucho más, que ese habitual «no dejará indiferente a nadie» con el que los críticos solventan (pasándosela al espectador) su propia duda. No dejará indiferente a nadie, pero es una obra mayor que trata de lo que tratan las obras mayores: de la evolución de una sociedad en el interior de un individuo.
— Será al revés.
— Será como yo quiera, que soy el abajo firmante. Vamos, si no te importa.
A Pangur le gustó más, precisamente, la excesiva segunda parte, que se pasó intentando cazar colorines en la pantalla para desesperación de Raquel (entretenida en desentrañar cada guiño cinematográfico que el director incorpora) y hasta de un servidor que, como sus lectores bien saben, es un dechado de paciencia. Pero, volviendo a la película: también es una reflexión sobre el cine como droga de evasión, y sobre la falsedad hacia la que la percepción de la realidad parece encaminarse fatalmente, y sobre la esquizofrenia capitalista, y sobre la identidad como representación (con Robin Wright en el papel de Robin Wright) y… es posible que invite a reflexionar sobre demasiadas cosas; pero eso no es tan malo. Visualmente funciona tan bien para los hombres como para los gatos. A Pangur, de hecho, se le ha metido en la cabeza organizar un congreso de gatos pardos.
— Y con primarias abiertas. ¡No más enroques en la procastinación!
Cada hijo de vecino es dueño de soñar despierto como de creer que la política le defiende de los abusadores (pero es al revés) o que existe una abnegada industria cultural que se desvela en defensa de nuestra realización como seres humano capaces de pensar por nosotros mismo en ejercicio de una libertad personal inalienable, etc… También habla de eso la película: de cómo nos convertimos en el juguete que nos venden.
— Pero es una película realista, interrumpe de nuevo Pangur.
— ¿Tú no tenías algo que hacer?
— Buscar «procastinación» en el diccionario, pero ya lo haré luego.
Es cierto, The Congress (conviene advertirlo) es realista, incluso terroríficamente realista. Sobre todo si tenemos en cuenta que la información (es decir, todo) es ya un gran simulacro, como China. Servidor ha decidido que ya no va a creerse nada de lo que le cuenten sobre China. Ni potencia económica emergente ni nada: sólo una invención nueva para convencer al dinero incauto de que invierta en la ventajosa potencia futura; otra proyección usurpadora tras la que millones de seres humanos malviven miserablemente.
— Y a la Luna tampoco han ido. Es un fraude. Lo he visto en Internet.
— No se hable más.
Mientras espera, haciendo acopio de ron Zacapa, aceitunas Lupy y cine mudo, a que estalle la gran burbuja financiera que los ricos (pero necios) siguen inflando y las cosas se pongan muchísimo peor, que lo harán, servidor se va volviendo inflexible y ni se cree lo de China ni lo de Davos ni, menos aún, la tontería esta de la recuperación económica española; aunque lo aseguren las más autorizadas voces del petit franquismo con la misma alegría bobalicona con la que los estilistas lenceros anuncian la vuelta del matojo, y aunque no lo desmienta el petit socialismo (juicioso hasta la procastinación). Son cosas que se verifican en casa, sin embargo, y en casa ni la economía se recupera ni el matojo se había ido a ninguna parte. Claro que siempre hay quien está dispuesto a creer lo que oye, e incluso a repetirlo hasta convencerse de que si no sale de pobre es porque habla claro. Servidor, a quien sus maltrechas rodillas le obligan a levantarse y caminar de cuando en cuando, viaja para mitigar el dolor y ha visto así el suficiente mundo como para relativizar mucho las virtudes del rasurado y empezar a echar de menos la guillotina. No le tomen al pie de la letra a servidor, que es un petit romántico antisistema; un romántico cada vez más convencido, eso sí, de que, con matojo o sin matojo, nos van a seguir jodiendo igual si no dejamos de soñar despiertos.