La poesía

Tiempo estimado de letura: 13 Minutos

Ya el imparable avance de la industria del libro, empecinada desde hace décadas en aumentar sus ventas mensuales por encima (pero muy, muy por encima) del crecimiento del número de lectores, obligaba (necesariamente) al ejercicio de una crítica «comprensiva», razonablemente cómplice de un proyecto promisorio en cuanto capaz de generar trabajo y beneficios a personas dispuestas, cuando menos, a resumir mentalmente un texto de más de cien folios rellenando un test diseñado a propósito por ex ejecutivos de poderosas marcas de gaseosa, cuando Internet comenzó a imponer su potencial creativo so pretexto de soporte democrático donde hubiéselo (como si el lápiz y el papel fuesen las armas de los enemigos del pueblo) y, sin comerlo ni beberlo, dio la razón a quienes defienden, desde entonces, que la cultura es un regalo de dios y no un arduo camino que debe ser recorrido con humildad y esfuerzo. Así, el pobre crítico, abrumado, acomplejado por la posibilidad, más que real, de que el mundo no sea ya nunca más sino el mundo visto a través de la transparencia que la Red garantiza, se encuentra de la noche a la mañana peleando con la obsesión del deprimido una batalla que nadie le quiere dar.

Todo esto es aplicable a la cultura en general; pero antes hay que decir de la cultura que nadie puede hablar mal de ella, como nadie puede hablar mal de la pintura, la lógica, las matemáticas, la música, la poesía o el teatro. En eso sólo podemos estar de acuerdo. Pero cómo hemos pasado de «eso» a no poder hablar mal de las esculturas en hielo o a tolerar que frases como «tú y tu súper poder de enamorarme con una mirada» merezcan el calificativo de inusuales es, tanto para «el crítico» atribulado del párrafo precendente como para un servidor, una cosa verdaderamente difícil de entender sin apelar al hueso muerto de íntima inseguridad sobre el que parecen sostenerse los quebradizos músculos del saber humano.

Que la cultura es libertad significa que la libertad es, por sobre otras consideraciones de no menor importancia, un objetivo definidor y primario, no está en discusión. Pero que la libertad no es cultura, por más que se deduce de la aplicación de un puñado de pasos lógicos que tienen que ver con la flecha del tiempo y su manía de resolverse en leyes de causa-efecto por todos conocidas, es más difícil de sostener: requiere de ciertos conocimientos. ¿Qué clase de libertad es la libertad del inculto?, ¿la de tirarse un pedo sublime?

La cadena de televisión italiana Rai3 estrenó hace poco «Masterpiece», un talent show para aspirantes a escritores. El ganador conseguirá editor, fama y, presumiblemente, fortuna. La evolución natural de esta tendencia a la masificación, a la producción en cadena, apuntaba con claridad (igual que los talleres literarios) en una doble dirección: o la estandarización de procedimientos y, en consecuencia, la diplomatura oficial (para ricos); o la barraca de feria (para pobres). En eso estamos. Ningún medio desea complicarse la vida entrevistando a escritores de verdad, y hasta es posible que ni siquiera queden ya profesionales capaces de hacerlo.

La cultura no es nada externo a la gestión de uno mismo (yo no es «un otro» sino el administrador). Solicitudes como que la poesía nos una en un abrazo universal o que el sentimiento conquiste el poder no se esperan de la cultura, sino de la fantasía propia de la peor de sus banalizaciones, la narcisista. También se le pide a la fantasía que un par de años en una escuela de escritura nos vuelva interesantes, o que la televisión nos haga ricos. La presión mediática prima a la fantasía y asfixia a la cultura esperando que el escritor se avergüence de su tradicional desprecio a cualquier forma de prostitución de su oficio.

Servidor, siendo muy joven, se esforzó por restituir la morfología en un momento en que una «estética» (adviértanse las comillas) dominante se empleaba muy al estilo actual en patrocinar cierta lisología como vía irrenunciable hacia el respeto de los lectores «normales» (es decir: aquellos cuya cultura coincidía con la de los promotores de la idea). No va servidor a cansarles explicando por qué una vara de medir no define un recorrido; pero sí va a confesarles que, muchos años después, se ha encontrado con una situación no muy diferente allí donde esperaba encontrar lo que los astrofísicos llaman una incubadora de galaxias. Lamentablemente los editores más punteros no pueden ignorar que una buena parte de sus lectores depende de esas camarillas cuyo único interés parece ser el de que nadie corra excesivos riesgos. Lo que nos ha llevado a una especie de aura mediocritas de la buena vanguardia (la objetivista, naturalmente). ¡Qué paradoja! Tanto la escala lisológica como la morfológica pueden mantenerse a distintos niveles, dentro de un mismo dominio de fenómenos, obviamente, y un crítico puede dar cuenta de ambas situaciones sin contradecir su metodología, pero el poeta que experimente la poesía como un fenómeno observable externo será siempre menor, por más que ascienda. Como fuere; a aquel esfuerzo se le llama ahora «superadas discusiones de antaño». Nada menos cierto; pues entre realidad y deseo, entre saber y poder, entre el oficio y el beneficio, entre la formación de lectores y la educación nacionalista, entre cultura y adorno sigue creciendo ese fantasma del vaciamiento que trabaja tan sólo para una parte. No, no es sólo una discusión superada.

“Uno concede demasiado al silencio”, decía Simone De Beauvoir, y es posible que estemos, en efecto, concediéndole al silencio más de lo que merece. Sobre todo si el silencio es concreto; porque con el silencio abstracto (un reconocimiento de la imposibilidad de la empresa) ocurre lo mismo que con la música: no se puede hablar mal de él. Pero el silencio concreto es perplejidad, incapacidad, ¿cobardía? A veces (y los artistas lo saben) el silencio propio es una prudencia dictada por la ambición: censura sentimental.

Nada más fácil que hacerse aplaudir por la canalla: una mezcla elegante de criticismo y tradición convencerá de inmediato a los imbéciles de que tenemos personalidad. Y, afortunadamente, el mercado ya nos ha demostrado que la verdadera causa final reside en los seres innobles. Peguémonos al objeto, consideremos su masa y su volumen como un aliado incapaz de dañarnos, pero dejemos volar a las palabras mágicamente: «lo hacen ellas, las palabras». No es cierto: no lo hacen. Es evidente que sin su libertad no hay poema, pero también lo es que hay mucha voluntad implicada en el trabajo duro. O el poeta está concentrándose en el punto de llegada y no entregado al de partida o sólo llegará a un lugar común incapaz de alejar de su pretendida objetividad al fantasma del emotivismo más facilón y antipoético.

«Ser escritor se ha convertido en una profesión de riesgo», dice Fulano. Pero no es verdad para él si no se convierte, realmente, en un escritor de riesgo. ¿Riesgo? Titular un libro La naturaleza (en tercera persona) es un riesgo: de hecho desautoriza a su autor por los siglos de los siglos. El riesgo no es calidad. Riesgo es deseo. ¿Y poesía? Poesía es voluntad de cultura, carácter y, nos guste o no, política. Y entonces lo que algunos llaman «riesgo» es escarabajear sin objeto.

El caso es que la poesía se ha llenado de frases que la definen (ya sea como arma arrojadiza, ya como objeto sentimental, ora como provocación necesaria, ora como emulsión gratuita) y de lectores que la reclaman sin frecuentarla; se ha rodeado de tópicos que la salvan donde no debe ser salvada: en los oscuros anaqueles del misterio sacerdotal. Hay muchísimos más poetas fraudulentos que políticos fraudulentos; aunque más inocentes, también. El sentimiento nos pertenece sin examen, a todos, como el dolor o el frío, pero para ser poeta hay que saber algunas cosas enigmáticas e incluso misteriosas y otras no tanto sobre la representación y la escritura; y no son cosas que no pueda tocar un hombre normal que se esfuerce en hacerlo, pero con el paso del tiempo eso se ha transformado en una suerte de regalo de nacimiento que poseen aquellos que aseguran poseerlo. Así el poeta contagióse de la materia con la que trabaja y volvióse él mismo asunto oscuro de su caligrafía, ahogado por su fulard recitó grandes verdades del tamaño de un confeti…

Entonces «La poesía es un pozo…» o «una condena a muerte» o «la desnudez del discurso de la ignorancia» o «la respuesta a la dictadura lingüistica etc…». Cada vez que servidor lee la definición de poesía de cualquier poeta se encuentra con una petición infantiloide de socorro no solicitada. Hay que ser muy cuidadoso con la poesía porque con gran facilidad la colocamos en primera línea sin advertir su propensión al autoengaño. El 99% de las veces que leemos la palabra poesía lo que viene a continuación es basura. Pero no importa: los capitostes de nuestro pequeño mundo sonríen. El crítico de aquella línea precedente sabía, al menos, que su trabajo es una excrecencia noble del proceso de lectura (que comienza antes de la primera página y no termina en la última) y que quien tolera la atención de ser digerido desde una fisiología bien motivada, intelectual, es, mejor o peor, un poeta honesto.

Tanto el poeta normal como el profeta (por parafrasear a Paz) se ven hoy difuminados por la misma vulgaridad pretenciosa. Lampedusa, en cierto fragmento de El gatopardo que no figuró hasta hace muy poco en las ediciones de la novela, se refiere así a las poesías del Padre Pirrone y de Don Fabrizio:

Leyendo algunas de estas poesías de cuarto orden a veces se tiene la sensación de encontrar una gran alma que se debate en una cárcel estrecha cuyas paredes están encementadas con la escasa aptitud y la poca frecuentación de los grandes poetas; como si se tratara, por decirlo de otro modo, de un fuego encerrado entre haces de leña húmeda que producen mucho humo y mínima llama sin que por ello ese nobilísimo elemento deje de ser tal; es lo mismo que se siente al leer los sonetos de Miguel Ángel o las tragedias de Alfieri; o, si se desea evitar los rayos académicos, al leer los versos italianos de Milton y de Goethe.

Lo único que debemos saber sobre poesía es que es más literatura que la literatura (es el monólogo original, apela a la estructura de la conciencia). Lo demás es retórica.

En aras de no se sabe qué derecho a la creación perdonamos el descuido de nuestros poetas adosados como si se tratase de la aparición de Mickey Rooney en Breakfast at Tiffany’s, o del flash back final de Suddenly, Last Summer. Pero eso es cine, y, en el cine, el Universo es una alegoría. La poesía (y esa es la mejor parte) carece, en realidad, de soporte: no es eso. Cuando un aficionado al cine te dice que su película favorita es Stranger than Paradise (Jarmusch) sabes que tienes que darle más tiempo; pero ¿qué haces cuando un colega se arroba ante los subrayados de Benedetti en un libro sobre fútbol?

Los jóvenes son bocazas en cualquier parte del mundo. Ignoran el valor promocional del silencio. Y servidor, a pesar de que una vez el señor Sánchez Dragó le advirtió muy severamente contra ello, no puede más que proclamarlo a los cuatro vientos. Sobrevir a los jóvenes es difícil para la buena literatura (y no sólo en tiempo real), así que es una de las pruebas de fuego. Hasta en Bolivia empiezan los jóvenes poetas, avivados por su propia avidez, a cuestionarse la calidad de Jaime Saenz sin advertir que «esa» libertad es la única que el sistema les va a permitir ejercer. En Italia ya vimos a qué se dedican. Y en España no falta el día en que algún listillo decida jugársela afirmando que fuera de su declaración unilateral (del tipo «quien sufre es imbécil») lo demás es dogma. Ni Rimbaud (que aún goza del poder de cambiar conciencias) duerme a salvo de una lectura anacrónica, como si hubiese estado plagiando a todos sus seguidores durante siglo y medio.

Necesitamos una poesía más exigente y completa, más valiente y dispuesta a ofrecerse al margen del poder como al margen de su autocontemplación para la humilde faena de aclarar la percepción del mundo. Y no estaría mal contar con alguna publicación más esforzada en acompañar al lector en el trabajo de separar el trigo de la paja (sin imponerle otra criba que la lectura atenta) que en guiarlo. El crítico no puede trabajar si ha de ceñir sus conclusiones a lo que es del agrado de sus objetos de estudio; así no se forman lectores.

El consumo, pero también el juicio de la poesía se ha convertido en asunto de los propios poetas, de modo que si lo que están haciendo fuese baladí nadie se daría cuenta. Se miran, se vigilan, se importan, se celebran, no se leen y, en el peor de los casos, hacen alguna declaración del tipo: «la poesía perfecciona la realidad». ¿Qué realidad, qué poesía?

No es que no haya escrituras de grandísimo mérito: las hay; pero no se distinguen del tono gris que la espesura ha terminado por imponer, y es una pena. Servidor, incorregible, sigue esperando que la profesión se zafe de todo eso, dé un puñetazo clandestino en la mesa común, provoque algo.

La traducción del fragmento de El gatopardo que reproduzco (pues mi edición, como todas las anteriores al año 2000 y muchas de las posteriores, carece de él) y que me parece justa, la he encontrado en http://www.lectoreselectronicos.com/showthread.php?14869-JULIO-El-Gatopardo-Giuseppe-T-di-Lampedusa/page5, firmada por Maldoror.

Deja una respuesta