Qué raro. Un día te levantas por la mañana y notas un golpe en la coronilla que achacas a la resaca como achacas a la resaca que la taza del retrete parezca cuadrada o que el café sepa a madera; miras el periódico, buscas el chiste de Forges y no está y lo achacas a la resaca, buscas la columna de Juan José Millás y tampoco y también lo achacas a la resaca, buscas el editorial y más de lo mismo. Siempre me ha dado miedo poner la radio una tarde cualquiera y descubrir con horror que no entiendo nada, que quizás estoy de resaca hace más años de los que pensaba cumplir. No importa. El caso es que estaba leyendo un remaquetado periódico mientras Pangur trepaba al rediseñado sofá, luego a la pierna, desnuda (servidor no se viste hasta que no ha leído el periódico, no vaya a ser cosa inútil), después a la mesa postmoderna y finalmente a los hombros de quien les cuenta estas cosas. Pangur: el gato.
– Me cago en los diseñadores, digo poniéndome de pie para sorpresa del felino, que se aferra a mi hombro izquierdo con todas las uñas disponibles, que son una buena cantidad.
– Buenos días atrabiliario moscóforo, dice Raquel, perfectamente vestida de Gucci y exacta como un Longines de la oralidad.
– Miau.
– Buenos días Pangur.
– Hola, cielo.
Si hay algo que la experiencia me ha enseñado es que en el teatro de este mundo hasta las pulgas tosen, y eso incluye a los diseñadores que, de vez en cuando, se empeñan en renovarlo todo, cambiarlo de sitio y a ser posible de forma. «Son la encarnación del mal», pienso mientras me pongo mi mejor traje oscuro y me termino el café con expresión de político recién nombrado.
– No encuentro el horóscopo.
– El país no trae.
– Me voy.
– ¿Con el gato a hombros?
– Si quieres me quedo.
– …
Me despido de Raquel en la puerta de la calle, ella baja hacia el garaje y yo subo hacia el Palacio Real. Por el camino compro Investigación y Ciencia, que trae un interesante artículo demostrando la posibilidad incuestionable de que los panchitos de lata tengan conciencia. Pangur opina que los científicos cuánticos son unos bestias: especialmente Schrödinger. Odia a Schrödinger como yo a Hegel.
– Buenos días.
– Buenos días. ¿Un café?
– Con cuchara de madera, por favor.
– ¡Como todos los jueves!, responde el barman echándose al hombro la balleta.
Me dispongo a pagar y descubro, con rabia infantil, que no llevo bolsillos, ni pantalones, y que huelo a sardinas. Todo el mundo me mira, como si esperase que yo les diese alguna explicación de la que carezco, o que oliese a otra cosa. Suena una sirena y Pangur, desplegando dos grandes alas negras, hecha a volar gritando «flores, flores para los muertos, flores». Alguien me agita…
– Suñén.
– …
– Las siete. Me voy volando. Te he dejado el periódico en la mesa. ¿Has dormido bien, cielo?
– …
– ¿Qué si has dormido bien?
– Ummm… sí, sí. Gracias. Adiós.
Me levanto moscóforo atrabiliario y con la sensación de llevar una cuchara de madera en la boca. Cojo el periódico con desconfianza. Olvido García Valdés ha ganado el Nacional de Poesía. «Qué raro», pienso. Pero el café sabe a café y el sofá es el de siempre y el mundo, en general, parece efectivamente el mío. Me alegro por Olvido, pero aún así me pellizco, no vaya a ser…