Mi color

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Como somos grandísimos patriotas, el jueves decidimos pasar el día de la Hispanidad en Magaz de Abajo comiéndonos un botillo, que es un gesto que gustará por igual a Rajoy, a Zapatero y a la novia de Cantarero. Comemos botillo porque no tenemos bandera. Tenemos una docena de árboles enanos, casi doce mil libros y unos quince o veinte gatos montesinos de procedencia difusa, todo ello además de lo que tienen todos los españoles: una hipoteca y varios préstamos menores, hijos que nos preocupan, padres que nos preocupan, fotografías de la familia, aficiones honestas y conexión a Internet; pero no tenemos bandera.

– Yo sí. Yo tengo una del Bierzo.
– No sirve, Raquel.
– ¿A que me voy con mi madre?
– Si no lo digo yo mujer, lo dice Mariano: sólo vale la de España, y esa, sea por dejadez o por «circunstancias», que diría un el otro, no la tenemos.
– Pues casi mejor, porque mira lo que le ha pasado al vecino malo.

Según parece, el vecino malo había decidido sumarse a la solicitud gestual del líder opositorio colgando, de la rechoncha palmera que crece frente a su casa, una bandera española que guardaba desde los tiempos de don Carlos; pero como estaba muy sucia (la bandera, que no la palmera y aún menos la casa) se animó a lavarla y se le ha quedado de color rosa.

– Por no usar Micolor, que lava más patrio, declama Raquel mirando al vacío y con una mano en el pecho.

Lo que el vecino malo ignora es que la bandera no se lava. Lavar la bandera es, además de cacofónico, una cosa por demás ofensiva para el símbolo. De ahí que el trapo en cuestión, llegado el caso de parecer más triste que orgulloso, debe de ser quemado (sí, quemado) y sustituido con diligencia por otro de impecable aspecto y apropiada manufactura simbólica.

Sin embargo el vecino malo, que ni es de los que se arredran ni deja de tener su alma en su almario, ha colocado su bandera rosa sobre la mesa del jardín, ha acercado una silla, y se ha sentado a ayunar. Ayuna y maldice al perro, que pasa de gestos patrios como de cazar ratones. Doce horas lleva ayunando.

– ¿Sigue?
– Sigue.

La gente ha empezado a acercarse a ver cómo le va a nuestro particular héroe del hambre patria. Raquel, que está en todo, ha sacado unos cestos con nueces y avellanas y unos platos con jamón que ofrece a los curiosos. «Qué gesto tan cristiano», dice una señora con acento boliviano, «¿no tendrá un vinito?, para pasarlo». «A mí tampoco me vendría mal, replica un joven mandinga mientras busca una piedra con la que pelar el obsequio.

– ¡Faltaría más!

Un inglés se ha ofrecido a abrirle la nuez al mandinga con medio penique y ha resultado un método excelente. Ahora tiene cola.

– In row, please. In row.

Lucas ha decidido que su gesto de hoy sería echar una siesta de seis horas. Cuando se ha levantado, henchido de fervor hispano, los curiosos ya se habían retirado, algo cansados (supone un servidor) de la senequista actitud del vecino malo, y de ondear al viento sus multicolores y variopintas banderas. Apenas queda ya un grupito de morbosos haciendo apuestas. Hemos pensado que, para terminar el día, nos cenamos las sobras y nos vamos a la bolera. Mientras Lucas pone la mesa y Raquel calienta las viandas, yo me he acercado al vecino pretextando curiosidad por la salud de los nogales.

– ¿Por qué no coge usted ese mantel y lo agita con vehemencia? Ya verá como el sentimiento es igualmente gratificante. A lo mejor es esa su bandera, después de todo.
– Déjeme en paz.

Como uno de mis superpoderes es el de ser psicológicamente fuerte he resistido las ganas de invitarle a cenar y he dado cuenta de mi ración de sobras como si me lo hubiese ordenado la sangre. Cuando salimos, Raquel trae sobre el hombro la bandera del Bierzo. Al fondo se escucha el viento, el maullido de los gatos agradeciendo las sobras de las sobras (hay que ver lo que da de sí un botillo) y un largo y tenebroso quejido por el que Lucas, que se fija en todo, no deja de preguntar.

– Sube al coche, que esta vez te gano.

Raquel ha sacado la bandera por la ventanilla, y, por el camino, nos pitan unos cubanos, unos caboverdianos, varios italianos y unos portugueses semiebrios que llevaban la bandera del Oporto. Cómo no hemos podido quitarla, parece que hemos decidido asumir la fiesta como celebración de de ese gran pueblo mestizo que el futuro promete.

– ¿Qué era aquel quejido, papá?
– Era el llanto de un hombre, hijo. Algo que en un país decente no debería sonar nunca. Y, desde luego, algo que tú no mereces oír.
– Pero ¿por qué lloraba?
– Por la democracia, hijo, por la democracia, que no es lo que él quiere.
– Y porque no usa Micolor, remata Raquel con más razón que una santa.
– Pues a mí me da pena.

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