El viernes de madrugada llegamos a Magaz de Abajo; pero no nos acostamos enseguida, sino que bajamos a la bodeguita, hicimos un poquito de fuego, vimos a ratos la televisión gallega y, sobre todo, hablamos, hablamos durante horas, y reímos, reímos mucho. No sé cuánto hacía que no nos dedicábamos así, el uno al otro, tanto tiempo.
– Aquí abajo hay que poner un servicio, dice Raquel.
Subimos a hacer pis y bajamos de nuevo (porque mi ofrecimiento de traer un orinal no le ha hecho mucha gracia). Pero enseguida el sol reclama su hora y lo hace con desacostumbrada amabilidad, invitando a salir al jardín, y a la huerta; a hacer la ronda antes de, ahora sí, irnos a la cama a dormir todo el día, arrullados por el viento: viejo, quizás, pero aún lenguaraz.
– Bueno Suñén, alguna cosa más sí que hemos hecho.
– Pero yo resumo…
Ayer cenamos un par de huevos fritos con puré y algo de asado (sobras, pero abrimos una botellita de Pintia que nos dio fuerzas y buen color) y nos pusimos en marcha bajo una lluvia torrencial que pronto dejamos atrás. Ni una hora llevábamos en carretera cuando hubo que parar a tomar café (y a hacer pis, que todo hay que decirlo). Allí me entero, leyendo «La Opinión (El Correo de Zamora)”, de que Don José Mª del Arco, propietario de mil trescientos once orinales artesanales (no tendría mérito poseer mil trescientos orinales de plástico, aunque al paso que vamos cualquiera sabe) ha encontrado casa, por fin, en la puntillosa Ciudad Rodrigo gracias al acuerdo con su Ayuntamiento de toda la vida, que (¿en gesto preelectoral?) promete abrir un Museo permanente del orinal para exhibir y aumentar semejante legado. Que el orinal sigue siendo un objeto preciado y no exento de valor a redescubrir lo demuestra el hecho de que algunas de las piezas del señor del Arco son «depósitos» (propiedades en depósito, quiero decir).
Llegamos a Madrid sobre las tres de la mañana, ya lunes, y Raquel me deja con los bultos en la puerta mientras lleva el coche al garaje. Subo con dos maletas, una bolsa de plástico, los periódicos debajo del brazo, dos sombreros en la cabeza (es el mejor sitio para transportarlos) y las llaves en la boca (sólo me faltaba un orinal). Y mientras peleo con la llave aparece el vecino que seguramente acaba de cerrar el bar (de su propiedad).
– Buenas noches, ¿qué?, ¿se acabó lo bueno?
– Pues sí don Sebas, y perdone que no me «redescubra», le contesto (aunque lo primero que se me había ocurrido era decirle: «No, es que soy muy egoista»).
– Otro día.
– Otro día, suspira Raquel, que ha entrado detrás del vecino, y que me echa una mano con las llaves.