Volvimos a vernos, toda la familia, esta vez con el pretexto de la comunión de la guapísima sobrina María:
– Estás preciosa, con barbas parecerías Gandalf.
Se ríe mientras desenvuelve el regalo con interés postergado. Ya lo verá mejor cuando deje de jugar con tantos niños como se han juntado en la casa de sus abuelos paternos: dos bellísimas personas, por cierto. No sé de dónde salen (tantos niños) aunque mi hermana Manena intenta, sin éxito, explicármelo. Por suerte algunos son de la edad de Lucas; conque el chico lo ha pasado mejor de lo que (quizás) esperaba. Hablo con mi primo de cosas de hombres: vino, automóviles, hijos espabilados e injusticias bancarias mientras disfruto de la felicidad de doña Mari. La comida resulta espléndida y la sobremesa también y olvido que me he levantado con un mal día (he olvidado el móvil, y también tomar mis pastillas contra la caída del cabello, y no he dormido demasiado bien por culpa del dolor del costado que me dejó el último accidente doméstico). Hablo de política con alguien cuya cara me suena (y me gusta) de otros festejos (amigo de los padres de la neocomulganta) y le sorprende que ante su claro y abierto ataque al gobierno de la nación mi respuesta sea:
– Zapatero no es precisamente un santo.
Le doy la razón sobre la mala gestión de los estatutos autonómicos. Pero mis motivos no le gustan nada, nada: mi posición le hace creer que deseo hacerle caer en una especie de trampa. Nos cuesta trabajo, en este país, admitir que se puede defender una idea sin casarse con su patrocinador. O que se puede dar la razón al opositor cuando la tiene sin que eso signifique que uno se traicione a sí mismo: a veces las personas defienden lo mismo por motivos diversos, o atacan lo mismo con intenciones opuestas; pero en estos momentos se diría que o estás de un lado en todo, o de otro en todo: sin matices. No acabamos de entender la imparcialidad que toda independencia implica. O no acabamos de saber cómo forjar un criterio entre el bombardeo de esta especie de campaña electoral permanente en la que se ha convertido la política.
Si miro atrás lo que veo más claramente es cómo la independencia de pensamiento acaba perjudicando, vuelve sospechoso a quien la ejerce en público: sospechoso ante tirios y troyanos. Tener una opinión es mantener un criterio que nos permita cambiarla cuando los argumentos pueden más que las convicciones. Así de simple. Lo demás es hablar al dictado; algo que se está volviendo cada vez más fácil, más «conveniente». Llevo la charla a ese terreno. Finalmente, al socaire de temas de consideración más amplia que la de los que andábamos discutiendo, coincidimos en la preocupación por el mal asesoramiento de nuestros políticos, y por los incidentes callejeros que una elección democrática ha provocado en Francia, y por la crisis del mercado de valores y su fiscalización interesada, y en nuestro acuerdo sobre la excelencia del baile de Sara Baras y del puro que ya se acaba, y en que ese té que mi cuñado Lolo nos ha servido tiene el aroma, el color y la graduación justos. He dejado sola a Raquel, así que el acuerdo me sirve para zanjar con un apretón de manos y cierto apresuramiento un encuentro que se recordará cordial por parte de ambos.
Es hora de irse. Lucas y Raquel ya se han despedido y a mí me queda hacerlo de María, la celebrada. Me quito el sombrero y me inclino para besarla (ya está vestida de calle) y me levanto encasquetándome mi Borsalino Naples, cómodo, flexible y avejentado como toda prenda de buen gusto debe estarlo. Me mira con los ojos muy abiertos.
– ¿Qué miras tú?, pequeñaza.
– Tú si que pareces Gandalf, responde divertida.
En el viaje de vuelta me quedo adormilado, pensando que fomentar el odio al adversario no es precisamente una virtud política, que la formación del criterio (como extensión de la pura lógica, como arma de comunión en el desacuerdo) debería enseñarse en las escuelas antes y después de vestir a los niños de blanco y hacerles una fiesta.
– Suñén, ya hemos llegado.