Lo cierto es que si seguimos siendo lo que somos es porque la esperanza es más fuerte que la experiencia, por eso y porque dejar de ser lo que somos, sin resultarnos del todo imposible, nos repugna por algún motivo atávico y porque suele conducir invariablemente al fundamentalismo cutre. Nadie puede saber quién será tras dejar de fumar, así que imagínense dejando de ser lo que son.
— Repugnante, corrobora Pangur.
Hay algunas excepciones que no vienen al caso, pero lo normal es que el infeliz decidido a cambiar de vida, tras un tiempo no breve de aclimatación y de análisis, descubra sin gran sorpresa que acaba de tomar una de esas decisiones sobre las que no cabe arrepentimiento y salen caras. Esto es cierto y cualquier otra cosa que hayan oído al respecto de hallar la verdad o perfeccionar el karma no.
El hecho de que la esperanza sea capaz de moldear la experiencia es sorprendente, pero innegable. No es difícil encontrar gente convencida, contra toda experiencia, de que las cosas son como su esperanza quiere. Al contrario, es tan fácil que uno se pregunta si esa capacidad o potencia, esa habilidad o impulso, ese lo que sea al que hemos llamado verde a falta de más ingenio no será un poderoso instrumento de la evolución cuya utilidad nos será revelada al final de los tiempos.
Aunque bien pensado a la esperanza le debemos muchas cosas. Por ejemplo: la Revolución francesa, o la democracia. A la esperanza le debemos el bajo índice de suicidios, la regularidad de los nacimientos y la supervivencia de la literatura de ficción.
Un terremoto puede dejarnos en la calle en un minuto con una mano delante y otra sobre la cabeza, lo sabemos, pero la esperanza nos permite olvidarlo y en la misma ecuación superarlo si, como ha sido el caso, nos pasa.
La esperanza nos empuja a dar crédito al discurso político de unos partidos vandalizados y banalizados que han perdido su referencia moral y su contenido filosófico hace décadas y que hoy existen tan sólo como organizaciones autoreferentes y parasitarias del zurriburri económico. Y no quiero decir con esto que la esperanza nos ciegue ante la inminencia de la tragedia hasta el punto de que ésta deje de preocuparnos, sino que nuestra preocupación es también un producto de la esperanza. Es muy difícil escapar a la esperanza.
Daniel Martín Sáez de Parayuelo (Dani para los amigos) me envía una hoja volandera recordándome que en Bélgica llevan un año sin gobierno y no les va mal. Un buen marxista no necesita más explicaciones para entender por donde van los tiros, y es evidente que cada vez entendemos mejor por qué grifos se vacían las arcas del estado (que son la suma de nuestros breves bolsillos); pero la esperanza es fuerte y, una vez más, nos empuja a confiar en los sistemas, costumbres o autoridades que aconsejan no tocar ni a políticos ni a banqueros aunque sean los culpables (unos por no dejarse gobernar, otros por no imponerse) de la desproporción institucionalizada, o sea: lo que ellos llamarían proporción asimétrica tolerable.
Sin embargo el ambiente es, ciertamente, pre revolucionario. Los únicos que no se dan cuenta son los políticos, los banqueros y los fans de Eurovisión, que viven en un mundo que desapareció cuando Dana Rosemary Scallon ganó en 1970 con All kinds Of Everything dejándonos en el corazón una nostalgia incurable.
Ya sé que están ustedes pensando que también la esperanza es una forma de «proporción asimétrica», y no se equivocan. Pero la esperanza carece de premeditación y su asimetría (puramente interna) conduce, en todos los casos, a un reparto imaginario.
Puntualizo esto último por pura deformación docente ya que de lo que realmente quería hablar es de la norma electoral, del tamaño del Senado, de la elección al Congreso, de la provocación moral que ciertos sueldos y gastos significan y de la inminente e irreversible pataleta de la esperanza.
No lo había dicho antes por prescripción dramática, pero la esperanza es la otra cara de la revolución, y la muy fina capa de prudencia que asegura su simetría se está diluyendo hasta una transparencia a punto de resultar incapaz de contener la reacción previsible.
El tío Jesús, que vino el otro día a dejarnos unos brotes de tomate, no quiere votar; y habla de la facilidad con la que a uno le llaman tonto cuando protesta y de lo difícil que resulta en un estado de derecho deshacerse de los salvajes. Perece cansado, y se consuela recordando lo mal que lo pasó durante el franquismo. Las cosas que vio. Habla como si lo que venga ya no fuese con él.
Los políticos no gozan de la confianza que la visión romántica de su oficio (la gestión de la justicia) les otorgara antaño, cuando la ética era amiga del pueblo, y tampoco poseen la autoridad y el carisma necesarios para ganarse el respeto que les permita gobernar aristotélicamente (conservando el poder). Están en medio de la calle, con una mano delante y otra sobre la cabeza; que aún puedan pagarse una habitación en el Palace (al menos ya sin derecho a pernada) y dejar su caballo volador pastando en nuestro prado es lo que no acabamos de entender del todo. Algo debe cambiar.
Voy a tirar del hilo de la hoja de Dani. A ver hasta dónde son capaces de resistir los que tienen la fuerza de su lado, hasta dónde están dispuestos a llegar. No quiero hacer demagogia aventurando qué hará la derecha para enfrentarse a una crisis que ha obligado a la izquierda a comportamientos rayanos en la crueldad… Sólo digo que puedo escuchar el chirrido de uñas arañando la olla vacía, y que confundir la esperanza con la paciencia es un error político grave, y una gravísima violación de la simetría. No sé qué harán ustedes, pero yo voy a reaccionar; en cuanto sepa cómo.