El vecino malo ha matado a su cerdo. Por aquí se dice que, por San Andrés, el que no tiene cerdo mata a su mujer; así que casi es una tranquilidad a pesar de los gritos del uno, que no dejaba de nombrarle la madre al otro (que debía estar viéndose venir el desastre) para que se estuviese quieto. Mal hecho, porque el gorrino que muere intranquilo da peor jamón y menos carnes que el que lo hace en la inopia. Así lo ha leído un servidor en alguna parte.
Preparamos la casa para este puente que viene. No hay mucho que hacer: un poco de limpieza de armarios, encender chimeneas y fumigar un puñado de mosquitos de la fruta. Los armarios son peligrosos. Uno nunca sabe cuando puede saltar sobre él una vieja colección de postales francesas, o unos pantalones campana agazapados cual bestia feroz entre la ropa de invierno, por no mencionar los zapatos que, como vegetación putrescente, se amontonan formando un mosaico desigual, de olor dulzón y consistencia engañosa.
— ¡Una araña, una araña!
— Toma, araña mala, por asustar a Raquel.
— No las has dado.
— Pero la he puesto en fuga.
Podría haberlo hecho (haberle acertado a la araña) un servidor, pero el arma que esgrimía era una antología de antiguos poemas irlandeses que ha publicado Gredos, y que desea comparar con aquella que sacó en su día Plaza y Janés: La poesía irlandesa, lo que hará en cuanto termine con los armarios.
Algunos poemas faltan en una y están en otra. Pero los que coinciden varían lo justo como para que servidor vuelva a la de Mariá Manent, la más antigua, que es en la que leyó de joven aquellas leyendas, mágicas hasta la belleza, a partir de las que Robert Graves construyese aquel libro tan disparatado como admirable: La diosa Blanca. En el tocadiscos suena Le nozze di Figaro (Mozart), dirigida por Giulini. Un detalle de mi hermano Luis y de su mujer, Cris, por los cincuenta años de un servidor. Raquel corrige exámenes. Servidor hojea y se encuentro con un viejo conocido:
y yo poseo el mío.
Para cazar ratones él aguza su ingenio:
yo lo aguzo en mi oficio…
Es un poema marginal del Codex S. Pauli, y se atribuye a un estudiante de Carintia (del monasterio), allá por los finales del siglo VIII. Se lo lee a Raquel un servidor: para el final se he puesto de pie, y gesticula exagerando un poco:
ninguno la labor del otro impide:
cada cual con su arte
y firme en sus delicias.
Raquel también se pone de pie. Le beso los párpados. Ella sonríe. Tiene cara de cansada.
— Voy a beberme un vaso de agua y a meterme en la cama.
Raquel, la pelirroja delgaducha, se marcha por su vaso de agua y servidor se asomo un momento al balcón. Escucha los sonidos atentos de esta pagana Irlanda que es el Bierzo nocturno. «Bajo sus verdes ramas bien se escribe», le parece oír decir a alguno de los gatos montesinos que se acurrucan en los escondrijos del jardín. También, a lo lejos, se escucha el lamento de los cerdos muertos cuyos espíritus vagan por los viejos caminos de esta tierra salvaje y misteriosa asustando a los inocentes peregrinos y a los poetas que, en exceso osados, se entretienen escuchando a la noche. Ha empezado a nevar.