Dicen los que aseguran saber interpretar el mensaje de los sueños, tan respetables, sin duda, como quienes conocen las intenciones del cielo o de los posos de té, que si el asiento o la tabla del pupitre escolar con el que se sueña está roto, significa inestabilidad. Todos los pupitres que aparecen en mis sueños están rotos. Lo cierto es que todos los pupitres en los que estudié estaban (a pesar de pertenecer a instituciones bien despiertas) rotos, más o menos deteriorados, más o menos heridos. Sin excepción.
Mis años de estudiante coincidieron con el comienzo del final de esa época llamada «el futuro» que, según algunos, sólo tuvo lugar fuera de aquí (y especialmente y con cierto éxito en América de Arriba). Aquí, aunque lo procurábamos, no todos los niños éramos felices; pero todos compartíamos pupitres cuyo deterioro nada tenía que ver con incertidumbres o abandonos. En el colegio aprendí dos cosas: a amar la suavidad dorada de la vieja madera más que a los libros, y a confiar en los libros más que en el género humano. No he olvidado nunca ninguna de esas dos lecciones.
Aquel mobiliario sencillo, noble sirviente, resistente conversador, barnizado año tras año, generación tras generación sobre sus nuevas cicatrices, golpes e inscripciones, que supuraba cera y olía a tinta china, era la pura representación del palimpsesto y, por extensión, de la cultura.
Aquellos pupitres, en su resistencia, ofrecían un sueño inconsútil (e imposible) de eternidad en lo pasajero (nos decían desde una antigüedad inconcebible que la vida era breve, que la lección era breve, que el propio franquismo era breve). Cuando fueron cambiando por otros de diseño moderno y materiales «duros», resplandecientes y coloridos, sustituibles, baratos (sobrantes del futuro, democráticos), la corrosión, la obsolescencia, la inestabilidad, la ergonomía, los males en fin de los que la madera nos defendía, tomaron posesión de nuestros nombres, tomaron al asalto nuestro carácter. Pero de eso, por suerte, no fui testigo.
Pero lo advierto: cada victoria que le escamoteamos a nuestras ensoñaciones se vuelve un cáncer en nuestros cuerpos.
Recuerdo las ventanas, tan grandes que no ajustaban nunca bien del todo, las polvorientas cortinas, los desconchones de las paredes, los parches de la llana bajo el brochazo de compromiso y el nubarrón dejado por aquella ocasional gotera que nos permitió, durante algunos días, distribuir los pupitres en torno a un charco sobre el que enviar, bajo la experta desatención del profesor, nuestros barcos de papel a terribles batallas en las que unos, los más aventajados, querían ser España, otros, los más prometedores, Inglaterra y algunos, los que aún no habíamos aprendido a separar la información de la ensoñación, piratas. Aprendimos mucho aquellos días. Seguramente lo aprendimos todo.
En el pueblo al que solía ir de vacaciones, la peluquería, que siempre se había llamado «La limpia», pasó a llamarse «La aséptica» (y más tarde «La antiséptica»), los suelos se volvieron resbaladizos en las academias de Ponferrada que dejaron de prometer «resultados garantizados» para ofertar «modernas instalaciones». Sólo en Magaz de Abajo, contra viento y marea, el bar siguió llamándose así: «Bar».
El pasado año, en las fiestas de Santa Elena (que son en estos mismos días, no se distraigan) cierta sombra imbuida de espíritu festivo y nocturno, seguramente porque suelo usar sobrero y porque gasto perilla, y cojeo, me espetó:
— ¡Marineros! Rumbo a Tortuga.
— De ninguna manera, Sparrow. Anne Bonny, ¡revoque esa orden de inmediato! — dije, mirando a Raquel y (encaravernando cuanto pude la la voz, para lo que naturalmente pensé en la unidad de la izquierda) añadí:
— Nos dirigimos… a la Isla del Esqueleto.
El encuentro entre un mal estudiante que, sin embargo, leyó devotamente a Defoe y a Stevenson «amarrado al duro banco» y un producto de Walt Disney acostumbrado a la formica y el terciopelo podría haber acabado mal, muy mal, pero ¡qué diablos!, por lo menos no era inglés, o español. Así que sostenidos más por lo fundamental (nuestro «elenismo» rural) que por la improvisada barra de resina sintética que nos acogía –y (todo sea dicho) por la paciencia de quien suscribe forjada bajo oscuras nubes de cielo raso y acostumbrada a la deriva como a la derrota– quizás, después de todo, evitamos un baño de sangre. No sé con qué soñaría Sparrow (rumbo a Tortuga) esa noche, yo (hacia la Isla del Esqueleto) soñé con la dorada suavidad de siempre entre los crujidos propios de mi edad.