Pocos medios han divulgado la noticia, pero hace varios días que un relator especial de la ONU, Philip Alston, se encuentra investigando en nuestro país por qué, siendo la quinta economía europea, tiene unos niveles de pobreza tal elevados.
Resulta que un elevado porcentaje de la población debería sentirse legitimado para manifestar con rotundidad sus quejas, un porcentaje tan elevado que las malas lenguas aseguran que Philip Alston viene, en realidad, a averiguar cómo es posible que en nuestro país no se haya producido aún un enfrentamiento social seriamente violento. Servidor, menos paranoico que realista, cree que Alston es un profesional: hará su trabajo y emitirá un informe que, a su vez, generará una advertencia que, en el peor de los casos, derivará en la publicación de una firme regañina que, al ser ignorada, generará una asumible multa. ¡Esto es Europa! ¡Somos gente civilizada!
La advertencia y la multa nos demostrarán que se hace justicia, que no estamos solos, que, al menos nos escuchan, que alguien nos ve. El porcentaje de pobreza, por supuesto, seguirá aumentando. Somos gente civilizada y aplaudimos al monarca que nos permite disfrutar de ello.
Cixin Liu, un celebrado escritor de novelas de ciencia ficción dura, cuyo predicamento acabó por lograr que este correoso crítico leyese su obra completa en pocos días (no es Ray Bradbury, vale, pero es sensible, oriental, cuidadoso y entretenido, mucho, la verdad) tiene un cuento titulado «En beneficio de la humanidad» en el que (y perdonen la indiscreción, menor) la Tierra está siendo invadida por los pobres de otro planeta, más evolucionado, que terminó siendo propiedad de un solo individuo.
Si aquel planeta se convirtió en un paraíso hedonista o en un infierno solipsista no lo aclara la narración ni a servidor le importa un ápice. A servidor, para decirlo todo, no le parece tan importante la superioridad física y moral del invasor frente a la validez universal de las leyes de propiedad privada que asisten al invadido. Por eso servidor procura ser muy cuidadoso con lo que aplaude, porque hay aplausos que reconocen y aplausos que consagran.
El gran dilema le pasa a servidor por la cabeza como una fantasmagoría de la belle epoque. La necesidad irrefutable se acobarda ante la adinerada insignificancia ovante. Antes palmero que pobre, dicen, y, como no es deportivo dejar un artículo sin reflexión azarosa o digresión pospuesta que permita a sus enemigos de uno descuerarle, servidor añade que lo primero que hace la política con nuestro/a representante es conseguir que nuestro/a representante deje de ser uno/a de los/as nuestros/as. Desengáñense: el lenguaje inclusivo trabaja contra la comunicación.
Responsabilidad se llama ahora a ser la cal de la arena. Servidor ni siquiera quiere ver cambios reales, ya sabe que no los verá; servidor ya ha pasado por esto no una sino dos veces. La mujer con la que discute no necesita disimular ninguna cirugía, sus argumentos no precisan ninguna actualización, es la misma e igual desde aquella tormenta en el campus. Y servidor no es el único, sino que ya pertenece a los/as muchos/as que van mermando y cuya apuesta, al filo del rien va plus no es por los que aplauden.
Los que aplauden están muertos.
Resulta que entre los defensores de la pena de muerte proliferan los cristianos, y que entre los separatistas brillan los conservadores, y que entre los terraplanistas no hay ateos (ningún ateo). Los palmeros son, en ese sentido, transversales. ¿Y qué? ¿No vivimos acaso en un mundo en el que Bruce Springsteen nos muestra el alma humana y su anhelo de libertad en figura de varón blanco con vaqueros, botas de montar, granero al fondo y esa vieja y bien soleada guitarra de hombre negro? ¿De quién es ese granero?, ¿de quién es Philip Alston?, ¿y?
Se habla mucho de lo que «toca» y de lo que «no toca». Ahora, mientras la concentración de la riqueza aumenta y el número de pobres amenaza con no dejar dormir al bueno de Alston ni al bueno de Springsteen, «toca» dar palmas. Vale.