Lo que Antonia no dijo

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El silencio es oro. Los escritores (incluso los fracasados, como un servidor) lo sabemos bien. Hay mucho en lo que un personaje se calla como es profunda y sabia la sombra del hemistiquio. Es oro, pues; pero exactamente ¿cuánto?

La poeta Antonia Ortega (o poetisa, que bien podría ser que prefiera esta fórmula) lo solventó una tarde mientras paseábamos por la calle Alcalá:

— Vale el peso de una paloma en oro.

Suponiendo que el peso de un ejemplar adulto de paloma ronde los 360 gramos y valorando el oro a día de hoy en torno a los 45,17 euros el gramo, estaríamos hablando de algo más de 16.261 euros por un silencio. Naturalmente nadie va a pagar semejante cantidad por uno breve, o fácil, un silencio breve no es ni meritorio ni significativo.

O si, si es una respuesta no acompañada de encogimiento de hombros.

¿Valen más unos silencios que otros?, ¿depende su valor de su audiencia, de su contexto o duración?, ¿cuánto vale el silencio de una ballena?

Conociendo a María Antonia, me inclino a creer que no todos los silencios son iguales ni sirven para establecer semejante patrón. Por ejemplo, uno de Santiago Abascal, habida cuenta del interés y consecuencias de su discurso, no valdría más que una caja de aspirinas. Pongamos 4,68 euros. Es un precio homologable al del silencio de algunos académicos de la lengua.

Consideremos un silencio estándar, digamos el comprendido entre una primera pregunta y la siguiente, cuya duración oscilaría entre la inmediatamente superior a la que tolera una pieza musical sin romperse y una eternidad.

Siempre hay alguien callado en algún sitio, solo o junto a otros, pero estos silencios de compañía o de reflexión no poseen valor comercial, ya que el silencio actual (liberal, capitalista) se rige, como cualquier transacción, por la ley de la oferta y la demanda . Descartaremos, pues, los silencios no solicitados, salvo que impliquen la rebeldía poética de ciertas provocaciones:

«y en la mano un limón que significa…» (Manuel Machado)

Fijaremos entonces el siguiente criterio: un silencio de Buda vale 16.261 euros, pizca arriba, pizca abajo.

— ¿Tiene que ser Buda? — Lo pregunta Pangur, el gato.
— No; pueden ser Leibniz o Shakespeare, o San Isidoro

— O el del veterinario.
— Sí, el silencio de un médico vendría a valer eso.

Víctor Segalen, prodigioso autor, contaba en cierto poema la historia de un Rey que sostenía su imperio en el poder de su silencio, de su invisibilidad, incluso. El poema se llama «Elogio y poder de la ausencia». Seguramente ya se haya mencionado en algún rincón de este blog.

El silencio autoritario es como ese péndulo simple del que solo sabemos que viaja entre la sombra y la invisibilidad, pero no cuando se para. Su horma nos deforma, y su precio es la vida y aún la vida de varias generaciones.

Hay silencios entreverados en el traqueteo de la injusticia: «caballo interminable en un trabajo agotado» (René Char). Hay silencios que peregrinan (como palomas) de una a otra imaginación. Hay silencios culpables, como el de los portavoces, y puros como el de esa barra de platino e iridio depositada en un cofre en los subterráneos de la Oficina de Pesos y Medidas de París.

El silencio del portavoz es un falso silencio (es más bien un sigilo) que esconde alguna vergüenza entre un sin fin de palabras como el del cazador esconde una fulguración incontestable entre la maleza.

Cuando calla la gente su silencio es el del derrotado. El mensaje de VOX, por ejemplo, no desea la respuesta de los franquistas influyentes ni la de los neofranquistas ingenuos, ni siquiera la airada respuesta de los demócratas; lo que desea es prolongar e imponer el silencio de los corderos, de los acobardados por el recuerdo de la muerte en masa, del abuso institucional, de la sociedad prisionera. No quieren gobernados, quieren vencidos.

El silencio social parece existir para que la divinidad permanezca silente y alejada; porque hay, nos guste o no, un silencio divino que alcanza por igual a creyentes, agnósticos o ateos y que es el más caro en la historia de la humanidad. Un silencio que, si se rompiera, valdría el peso de la creación en cadáveres, dicen, y que nos cuesta mantener, a los pobres (creyentes, agnósticos o ateos) un precio que no hemos dejado de pagarle nunca a sus tasadores (que no paran de sermonear).

— ¡Administradores de la ira divina!
— ¿Verdad?

Así continuamos hablando, Pangur el gato y un servidor, acompasando la conversación tras la puerta (bien cerrada al sigilo inestable de los caminos) al fraseo de Branford Marsalis Quartet (con Kurt Elling) que suena a medio volumen. De vez en cuando nos quedamos callados, escuchando, y nuestro silencio vale exactamente lo que Antonia quiso decir, lo que no dijo.

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