Luis Luna, un hombre al que elogio si digo que no conocía (pues delato la ventaja que me lleva) acaba de señalar en un artículo más denso que extenso algo que me ha dejado pensando un rato más denso que extenso: el concepto de la paz que manejamos (dice) es el de un período de bonanza entre guerras; o sea: que la paz no es sino tregua. Una verdad de perogrullo, dirán ustedes, pero una de esas verdades que alguien debe de señalar para que el común de los mortales pueda responder:
— ¿No te habías dado cuenta?
Entregar una verdad al mundo (aunque lo sea de segunda mano) a sabiendas de que el mundo, narcisista, hedonista, lo transformará de inmediato en tópico es un acto de humildad heroica, o sea: UNA VERDADERA HEROICIDAD. Vaya pues mi admiración hacia Luis Luna y por delante de cualquier reflexión al respecto de lo que sea que vaya poniendo por escrito de aquí para adelante. No todo los días puede uno identificar al autor de una verdad en limpio.
Solo puedo comparar a Luis Luna con aquellos artistas orientales cuya obra (vital) consistía en encontrar una piedra común, sin marcas identificativas ni cualidades especiales, una piedra indistinguible de otras piedras, y estampar sobre ella la propia firma: señalarla como lo que ya era desde un yo autorizado. La diferencia entre crear un objeto artístico a partir de lo que sea y escoger un objeto artístico exento absolutamente de intervención humana hasta su señalamiento es que es, esto último, coherente con la teoría cuántica. Un profundo conocimiento de lo común y corriente es lo que define al dedo en la llaga.
Firmar la paz como esa piedra, y no como cosa fuera de lo común y corriente. Firmar la fluidez, la naturalidad, el curso de las cosas en las que no intervenimos si no es para eso, para certificarlas por placer, para incorporarlas al universo mental de la ausencia de miedo: rutina.
No es un ingenuo Luis Luna; sabe que tras el señalamiento la expectativa es inevitable y que hay que seguir hablando; que la gente espera un añadido singular, motivador. Un quiebro.
Naturalmente no consigue salir airoso (nadie lo haría). Es imposible salir airoso cuando abandonas un concepto nuevo en el mundo del ello. Se trata de algo que deben masticar los otros, que son (son) los que no te leen, los que no estaban allí, los que creen firmemente que la idea era suya, que tú te limitaste a mirar en su alma.
Lo intenta, no obstante, quizás a sabiendas de que es un error porque lo intenta apelando a la lengua del poeta: ese poeta tan parecido al avispado pintor que se empecina en colocarse entre su obra y los curiosos para dar explicaciones; como si la obra que vende fuese tonta.
Un poema es un planteamiento: ni nudo ni desenlace. Sin embargo Luis Luna no ha escrito un poema sino un artículo, es decir: su opinión. Debería de haber escrito un poema; porque la paz no puede seguir siendo la PAX romana, pero tampoco la voz del poeta (un poema nunca es la voz del poeta). Seguramente, y lo señala (ciertamente lo hace), debería referir un estado natural al que haríamos bien en aspirar desde ciertas ideologías presuntamente capaces de influir en la política que nos gobierna, etc, etc, etc… La voz del poeta.
La voz del poeta debería de parecerse al artículo de Luis Luna, no a su conclusión, torcida por sus buenos deseos.
Contra la Pax clama la Vox. No por hablar en latín nos vamos a entender mejor. Lo que dice Luis Luna es que necesitamos con urgencia otro concepto. Se equivoca pensando que el poeta lo tiene, pero acierta en lo básico.
El poeta, él, sale del escenario empujado por su propia clarividencia. Pone de manifiesto y espera del público que esté en disposición de recibir un enigma que él mismo no acierta a desentrañar.
O sea: los poetas no pintan nada aquí si no es para hacer lo que ya hizo Luis Luna en las primeras líneas de su artículo: recordarnos lo obvio. Y lo obvio es que la felicidad es la felicidad del cuerpo, no la del alma; que las guerras se hacen en el nombre del alma, que el alma es la peor parte del cuerpo humano.
Así pues: la fuerza de la verdad no es un argumento (nada justifica una guerra) sino un hecho del que ningún dictador ni poeta nos salvará. Si has de recurrir a la poesía en la guerra es que no sabes manejar las cosas sin enfrentarte a tus enemigos reales. El poeta mata ratas con la rima, no soldados, no ejércitos.
Creo que Luis Luna sabe que una guerra que defienda el sistema que la sostiene, entendiendo la paz como una excepción, es un disparate hoy en día y, sobre todo, un error compartido. Creo que sabe que la lechuza es mejor portadora de la rama de olivo que la gastada e ingenua paloma. No discuto con él, intento sumarme a su aviso y proponer a la lechuza como representante del cuerpo. La inteligencia del cuerpo gana más guerras que las que provoca la pureza del alma.
Matad al alma y mataréis la guerra. Sin embargo, en el momento en que la apuntéis con vuestra mira telescópica cobrará realidad, fuerza y sentido. Se volverá multitud y antes de que la bala llegue a su objetivo será como la cesta de palomas abierta, por juego, por accidente, por una niña.
Deberíamos de representar la paz de otra manera, como algo que nos defiende de la ignorancia del alma, de esa credulidad presuntamente pura pero descaradamente opuesta a la sabiduría, a la experiencia, al placer y (esto es lo más importante) a la desobediencia; deberíamos de crecer en lo que somos y producimos al ritmo de la voz que nos define, de la música que nos hace bailar en el remolino, del mundo que la lógica exige: no el poeta, el mundo, no el gobierno, el mundo. Deberíamos de vivir en lo que nos pertenece, no del alma de lo que nos pertenece, deberíamos de dejar nuestra alma en su almario.