En la plaza de Sevilla, en Cádiz, hay una escultura que representa a un pájaro-jaula, obra de Luis Quintero. Originalmente, la gente podía interactuar con ella a través de su teléfono móvil y hacer que el pájaro abriese sus puertas. Pero tengo entendido que en la actualidad ya no es posible hacerlo.
Hace muy pocos días, tomando el vermú, alguien (que unos días es «de centro» y otros «apolítico») me decía que le preocupaba que el colectivo LGTBI quisiese tener más derechos que el común de los mortales (colectivo del que al parecer él formaba parte). Le respondo que no creo que pida más, sino los mismos derechos, y me pregunta sobre el porcentaje de la población que dicho segmento representa.
— No lo sé exactamente. ¿El triple que los cazadores?, ¿cien mil veces más que los padres que exigen el pin parental? Esto no va de porcentajes.
Los cazadores, según la ley que prepara la Comunidad de Castilla y León, van a tener derecho a llevar sus armas cargadas y listas en los caminos de uso público «siempre que no haya riesgos» (lo cual no sabemos quien certifica), a cazar con nieve (algo totalmente antideportivo, ya que seguir el rastro de tu víctima en tales circunstancias te otorga una ventaja a todas luces inmoral) y no prohíbe, la ley (el proyecto), cazar con niebla. Sin embargo a mi contertulio, que no recula sobre su posición hacia las reivindicaciones LGTBI (que asocia con el feminismo según un razonamiento cuya lógica me incomoda un poco), le parece que los cazadores tienen la obligación de acabar con los conejos que nos invaden y que eso les otorga alguna clase de privilegio obvio («obvio»). En Magaz de Abajo hemos visto a los cazadores cerrar caminos o protestar groseramente (amenazadoramente) porque un carro de castañas estorbaba el paso de sus motorizados convoyes, pero no hemos visto que los conejos retrocedan un palmo.
De los curas ni hablamos.
Mi vecino es cazador y oigo llorar a sus perros (¿por qué tendría que llorar un perro?), también los oye Ovidio, el mío, que cada día me quiere más. Su finca es sin duda su libertas, pero contiene una jaula hermética en cuyo interior sufren otras criaturas; quizás no se da cuenta, o prefiere su identidad a su humanidad. A lo mejor eso, para él, es ser un hombre como dios manda: no cuestionarse nunca el ejercicio de un abuso tradicional.
Los derechos no son dependen de porcentajes. Creer que el código moral solo existe cuando hay suficiente gente que lo presencia (y esta es una frase dirigida a los políticos, no a los lectores) es un error de los que le hacen a uno suspender el examen.
La tradición, las tradiciones, cumplen funciones muy concretas: nos recuerdan nuestra condición adquirida (somos casados o masones o católicos o bercianos) pero su valor no puede ir más allá de su utilidad: nos ayudan a trabajar en común y a respetar nuestros compromisos, más allá de la esfera privada o de la pequeña comunidad carecen totalmente de eficacia y pasan a ser parte de un patrimonio cultural inmaterial que enriquece nuestra comprensión del otro, pero que en ningún caso deshumanizará al otro. En la medida de su belleza podrán incluso ser consideradas arte, pero nunca serán leyes, como las leyendas no son Historia.
Hablo con un padre que no tiene nada contra el colectivo LGTBI, incluso tiene muchos amigos maricones, pero defiende el pin parental y se niega a que su hijo asista a charlas sobre esto y lo otro. No quiere, según parece, que su hijo sea tan «comprensivo» como él. Otro, que se acaba de pagar la siguiente ronda, le espeta que a lo mejor si su hijo mayor hubiese ido a esas charlas le habría salido sarasa y podría hasta llevarse tan bien con él como con sus amigos maricones. La mujer de la barra, sabia, zanja la cuestión:
— !Señores¡ Es cierto –y si no, es igual: lo dice la Constitución– que tenemos derecho a la educación y a la libertad de enseñanza; pero este derecho no pertenece a los padres sino a los maestros y a sus alumnos. Este derecho entrega a los maestros, junto a la libertad de cátedra, la responsabilidad de formar hijos capaces de pensar por sí mismos, y hasta de forma distinta a la que sus padres estimen conveniente.
Nos hemos quedado estupefactos.
— Me lo ha quitado usted de la boca –le digo a la de la barra mientras mi contertulio me mira como a un imbécil. Y la verdad es que me siento un poco imbécil; aunque no por lo que él cree. Calibro la posibilidad de esgrimir la «corrupción» en la que derivan determinadas formas de hegemonía, pero recuerdo la frase de Abascal: «La corrupción forma parte de la naturaleza humana y habrá corrupción en todos los partidos». Y asesinos, y pederastas y franquistas, y megalómanos (sobre todo megalómanos) me respondo a mí mismo. Pero ¿no se supone que lo único que puede ofrecer un político (del signo que sea) a cambio de sus privilegios es precisamente su compromiso moral de integridad, honestidad y ecuanimidad? Si eso se rompe (y es algo en lo que estamos siempre al límite del fracaso) la política se rompe y (pienso mantener esta afirmación contra viento y marea) es más grave que se rompa la política que que se rompa España.
La educación debe de garantizar que la política no rompe la libertad de pensamiento.
¿Por qué los toros son una tradición sostenida por las leyes y la hospitalidad (más antigua, muchísimo más antigua, ya no? ¿Tradición sin política? ¿Colegios sin política? (Bolsonaro). ¿No son ya política la tradición y el colegio desde su propia concepción como vías de superación, como fórmulas de crecimiento personal e intercambio social? Pero a mi contertulio pensar, lo que se dice pensar, no se le da demasiado bien, y la política «se la suda». Para eso ya tiene una escopeta, lo que le permite pertenecer a una minoría privilegiada. Traen una escopeta a una guerra intelectual (o nuclear, es lo mismo), pero eso, en su propia opinión, debería de impresionarnos y de asustarnos tanto o más que la haka de los maorís a los enemigos de los maorís. Bien, bien. Si de verdad crees que un día un dios eligió a un pueblo (el tuyo casualmente) para salvarnos del caos, tienes un serio problema, médico, muy serio.
Como sea. Según algunos (que el pin parental lo llevan de serie, como dios manda) este país volaría libre si les cortásemos las alas a sus habitantes. España sin política, España como destino de un delirante artefacto en forma de patrio pájaro-jaula. Ya veremos hasta dónde nos lleva (si no es, en el mejor de los casos, de vuelta a ninguna parte) semejante mitología.