Por la ventana se ven las colinas, desfilando hacia un horizonte que oculta la ciudad y tras el que hoy, sorprendentemente, no sobresale la columna de humo de la central de Cubillos. Hay pocas casas, pero una (por lo demás nada ostentosa), de un amarillo que desearían para sí los grandes pinceles clásicos, parece la chincheta de latón con la que se hubiese clavado el troquel de la tierra a la pared silenciosa y escasamente azul del cielo. En primer término, junto al portón de casa, el viejo tronco del pino, que se cortó hace tres años y que desapareció muy pronto bajo una manta de trepadoras, responde a la visita de los pájaros con ramilletes de tímidas flores blancas.
Servidor se había propuesto pasar el día del juicio final durmiendo, pero no ha dejado de sonar el teléfono.
— Suena el teléfono, ha dicho servidor.
— Ya voy yo, ha dicho Raquel sin mover ni un sólo músculo más de los estrictamente necesarios para decir «ya voy yo».
Primero porque no se han pagado cinco euros de vaya usted a saber qué renovación de algo, luego para preguntar si es posible venir a llenar el depósito de Gasóleo, más tarde ofreciendo la penúltima tarifa plana al penúltimo mejor precio. ¿Pero es que en este país no paramos ni el día del fin del mundo?, ¿el día del fin del mundo no es fiesta? Servidor se ha jurado dejar de responder al teléfono porque ha empezado a sentirse como una de esas criadas de casa bien que viene corriendo con las pantuflas recién cepilladas cuando suena la campanita.
Definitivamente fue un gran error abandonar nuestras sanas y relajadas costumbres mediterráneas. Eramos pobres y en invierno leíamos a los clásicos; ahora somos igualmente pobres y la competitividad y las comisiones nos han robado el tiempo para leer (salvo a Ruiz Zafón en verano). Pronto seremos esclavos, y demasiado viejos para leer incluso los tatuajes de nuestra infancia. También fue un error dejar de ser jóvenes, y antes de eso, dejar de ser niños. En fin, que por culpa de un puñado de esquiroles del fin del mundo ha terminado servidor ocupándose de asuntos del todo mundanos tales como escribir este comentario o leer la prensa.
¿Alguien puede explicarle a un servidor por qué un proyecto tan digno como el de «El diario«, de Ignacio Escolar, se saca de encima su sección cultural-literaria con unas páginas tan facilonas y amarillas como las que ofrece Diario Kafka? ¿Nunca vamos ya a recuperar la cultura como el asunto de importancia que es? Trampas del criterio. Parece que deseamos una información política crítica, pero una literaria más afín al monólogo del humorista, más frívola y cercana a los juegos y pasatiempos (no se nos vaya a tachar de elitistas). No es tan difícil hacerlo bien (como Tam Tam Press o El Cuaderno, por no poner más ejemplos) sin necesidad de acudir a los de siempre para contar lo de siempre con la (tolerada) mala uva de siempre. ¿Realmente El diario necesitaba esa especie de magazine de tarde que, simplemente, no aporta nada, o es que no pone atención cuando se trata de ciertas cosas? Servidor lo lamenta, porque simpatiza mucho con las posiciones de Escolar, mucho, y porque no le agrada enfadarse precisamente el día del fin del mundo; aunque finalmente lo hace, leyendo en cierta revista electrónica que también se tiene por seria, una crítica de poesía en la que se elogia la forma tan otoñal de meterse las manos en los bolsillos que posee el autor, algo que lo diferencia del inmaduro ambiente general.
También responde al correo, servidor, lo que debe hacerse porque, al contrario que el maldito teléfono, confía en la buena educación del receptor. Quitando felicitaciones de Navidad, y esas estúpidas gracias en PowerPoint que siempre envía alguien a quien te da pena decirle que pare (y lo que desaparece por obra y gracia de un mecanismo automático), dos mensajes: la publicidad de un libro de poemas titulado Dime, amor, es el primero. A veces se echa en falta la papelera tradicional, que permitía romper las cosas con saña antes de arrojarlas al olvido. Hemos de aceptar que existió un pacto entre el autor y sus críticos, una razón biunívoca de mínimos más útil cuanto más exigente, y que si ese pacto se rompe -se está rompiendo- será la literatura en su conjunto la que se vea confinada en un narcisismo sin belleza.
Servidor tiene un amigo poeta al que no le queda más remedio que querer porque lo encontró en ese tramo de la vida en el que nadie sabe ni quién es ni a qué viene preguntárselo, que siempre desea saber cosas, y hoy (otro que no se ha enterado de que es fiesta) quiere saber si servidor defiende el libro tradicional, ese es el segundo mensaje. ¡Pues claro! Pero, como siempre nos precipitamos, ya estamos cantando a coro las excelencias de una cosa (el libro electrónico) con la que es evidente que aún no sabemos qué hacer. Servidor prefiere no traicionar a sus compañeros de papel, más serios y fiables, menos dados a confundir categorías. Además: la Internet será una gran tienda (lo es) pero el libro es una adquisición genética a estas alturas indistinguible de nuestra propia naturaleza, parte fundamental de eso que (haciendo abstracción de sus significados religiosos) llamamos alma. Hasta ahora, ningún objeto humano se ha parecido tanto a su arquetipo como el libro al suyo. Que además sea simple, barato, fácil de manejar, transportable e infinitamente más duradero que un archivo electrónico, ayuda a confiar el él. Antes veremos morir al teléfono que al libro, créanlo.
Hace muy pocos días se celebraba en Madrid, a instancias de Revista de Libros, una jornada titulada Publicaciones culturales frente al reto digital, esa es la perspectiva que actualmente preocupa a los editores y no se equivocan al percibir la necesidad de discutir estrategias y tácticas al respecto. Pero el problema está indisolublemente unido a otro, de mayor calado, que sin embargo se obvia, como siempre, porque la perspectiva de llegar tarde a cualquier beneficio no nos deja pensar con claridad (por ejemplo: no advertimos la cualidad metafórica de la expresión «libro electrónico», y actuamos como si tras aceptar la necesidad de las «autopistas de la información» debiésemos de desmantelar las autopistas). Por eso el corto plazo acabará por arruinarnos. Ese «otro problema, de mayor calado» al que se refería servidor se debería abordar cuanto antes en unas jornadas bajo un epígrafe, sólo ligeramente distinto: Publicaciones digitales frente al reto cultural. Los de El diario deberían asistir.
Pangur acaba de entrar para recordarle a un servidor que, por muy último día que sea y aunque el Papa los haya excluido del portal de Belén, no hay porqué hacer pasar hambre a los animales. Les dejo.