Si en general es más que posible que no nos entendamos porque manejamos el lenguaje por encima de nuestras posibilidades, en el caso de algunas definiciones que, por motivos, diversos, parecen depender más de la inclinación particular que de la semántica compartida, es del todo cierto que así sucede, y es obvio porqué. «Ventilador» o «puerta giratoria» son ejemplo de términos cuyo significado ha sido modificado para su uso en un contexto concreto, pero que no provocan ya ningún malentendido. No ocurre así con otros a los que una mayor trascendencia obliga a peregrinar de boca en boca entre discursos políticos, privados, informativos, académicos y hasta religiosos antes de ver su significado escrito en los inmateriales (transversales) manuales comunes. Es el caso de «machismo» y «feminismo», dos términos particularmente manoseados (y manipulados) en esa especie de probador de grandes almacenes que es la comunicación consuetudinaria, tanto que corremos el riesgo de llegar a considerarlos, equivocadamente, conceptos de contenido difuso, opinable y aún amoldable. Prueba de ello es que algún periódico pueda, hoy, preguntarle a la celebridad de turno (sin que la celebridad de turno se lo recrimine) algo que no podría haberle preguntado hace veinte años:
— ¿Qué es para usted el feminismo?
Servidor se entera ahora de que un juzgado de Mallorca ha admitido la querella que Jorge Skivinsky, presidente de la Asociación de Padres de Familia Separados de Baleares, le ha puesto a Nina Parrón, a la sazón directora de Igualdad del Consell Insular. Parece que a Skivinsky (el mismo que llama «delincuenta» a Juana Ribas, el mismo que opina que «las propuestas para el reconocimiento social de la homosexualidad son descabelladas») le denunciaron primero desde el Consell por decir que es razonable presumir de alguien que compra un bidón de gasolina, se acerca hasta una finca en el municipio de Alcúdia, rocía de combustible a su pareja y le prende fuego en presencia de su hijo de dos años de edad, no es sospechoso de violencia machista, sino tan sólo de lo que en tiempos se llamaba un «crimen pasional». A la fiscalía le pareció que no había nada punible en ello; pero como recibiera, además, por parte de Parrón, una réplica razonablemente dura (en el sentido de que algunas de las aseveraciones del artículo podrían considerarse «apología de la violencia de género») Skivinsky puso el ventilador y con él la querella de marras, ésta sí, tramitada y en curso (30.000 euros de fianza, de momento).
Dejando a un lado el aventurado uso atenuante que se haga de ella, la expresión “crimen pasional” no carece de belleza en su siniestra reverberación demodé. A servidor le recuerda a su infancia, cuando al zoológico le llamaban «Casa de fieras».
— Hoy vamos a la Casa de fieras — gritaba servidor imaginándose ya tomando algún refresco y jugando al parchís con don león, doña cebra y el mono.
— Mira este hombre –decía la madre de un servidor señalándole a su padre una foto de «El Caso»– ha descuartizado a su mujer y se la ha comido.
— Crimen pasional.
— ¡Qué romántico!
Pensándolo dos veces, cabe preguntarse si Skivinsky (el mismo fino analista que tachaba la huelga del 8 de marzo de «despropósito» y «chapuza internacional organizada por la ideología de género», el mismo articulista objetivo que nos informó de que si «las mujeres ganan menos en cantidades globales es porque, en general, así lo deciden ellas») no sufriría él mismo una ofuscación de tal magnitud, ante una muestra de animadversión sectaria tan evidente, que de golpe se levantó litigante sin saber evitarlo ni ser del todo consciente de ello. Hay gente que se ofusca con más facilidad y de formas más violentas, gente que tradicionalmente ha tenido más derecho a la ofuscación, e incluso, como parece ser el caso del «defendido» de Skivinsky, que tiene derecho de género a la ofuscación en diferido.
Sostiene Skivinsky (y, por desgracia, lo hace representando a un amplio sector de la sociedad española) que el machismo no mata, sino que lo hace el afán de dominación, como si el machismo no fuese eso, exactamente eso: el convencimiento masculino de estar en posesión de un derecho de dominación sobre el sexo femenino; culpa de la desigualdad a la educación, en lo que no le falta razón aunque lo haga para echar balones fuera y refiriéndose a ella como a una especie de frasco fatal, irremediable y herméticamente cerrado a cualquiera que no esté ya en edad escolar. Raramente alardea, aunque a servidor le pareció que lo hacía un poco (de sagacidad) en cierto párrafo en el que nos pregunta, educadamente, por qué no llamamos crimen feminista al perpetrado por una mujer contra un hombre.
— ¡Ahí le has dao, sagaz Skivinsky!
El feminismo es un movimiento que defiende la igualdad de derechos entre la mujer y el hombre, no reivindica dominación alguna. No tiene nada de pasional, y sí mucho de intelectual. Sostiene lo que es obvio, que el machismo ha impregnado, y caracterizado durante siglos, milenios, a la sociedad que lo sufre; y lo combate. No son una cosa y la contraria, machismo y feminismo, sino una enfermedad y su cura. Asegurar que el machismo es lo contrario del feminismo mueve a tanta confusión como afirmar que una feminista es el enemigo natural de todo padre de familia separado asociado.
¿Y lo pasional?, ¿está lo pasional libre del peso de la educación recibida, de la expectativa social profunda?, ¿no es acaso cultural?
Si el crimen de Alcúdia tiene algo de pasional (que lo tendrá) es, precisamente, su componente machista, ese síntoma previo, por otra parte, a cualquier barrunto de reflexión, pero que una vez desatado se desemboza fríamente, amparado por la costumbre en el ejercicio de una violencia que no responde al dolor natural, sino al honor antinatural. ¿Necesita servidor apelar al hecho de que entre su motivación y su ejecución, el autor debió trazar un plan (burdo, pero claro) y seguirlo. La pasión ciega (la criminal locura) tiene siempre más prisa. Al juicio ofuscado le falta ese tiempo de cocción que, poco o mucho, el asesino racional no pierde.
Pasión, por ejemplo y cambiando de tema (o no), en ese sentido de «ofuscación» que erróneamente nos empeñamos en darle, es lo de Cristina Cifuentes, sedicente maestra, capaz de entregar un trabajo de fin de máster un minuto después de finalizar su curso dos años antes, y de defenderlo (indiciariamente) en una universidad vacía mientras estaba en otra parte. Parafraseando a Bioy Casares:
y volvió el día anterior.
También ella acudirá, dice, a la fiscalía, aunque no para defender la relatividad, ni su honor, ni para pararle los pies al machismo (de izquierdas) –como sugería María Dolores de Cospedal dando por hecho que un periódico que acusa, con pruebas, a una mujer (del PP) de lo que sea sólo puede ser eso– sino para ganar tiempo. Por cierto: la percepción del machismo de Cospedal es al menos tan rara (impostada, sofisticada, mistérica) como la que Skivinsky tiene del feminismo. Pero son sólo dos ejemplos enrevesadamente coincidentes en torno a un asunto en el que no nos entenderemos mientras no acordemos, en serio, dejar a un lado las tesis a la medida de nuestros respectivos resentimientos, credos, argumentarios o fabulaciones. Es complicado, muy complicado, pero necesitamos un cambio de paradigma.
Volviendo a Cifuentes, devenida ya en caballero inexistente: la suya no es una querella pasional, como podría serlo la de Skivinsky (el mismo que parece ignorar que el acusado del crimen de Alcúdia admitió ante la jueza haberlo cometido y que reconoció su intención de matar a su compañera si ésta le abandonaba), sino un intento de cambiar el foco, una táctica de dilación para permitir que el tinglado resista hasta que los suyos sean capaces de absorber el golpe de su inevitable caída, tan cantada como la de Tiangong-1. Luego, ya saben: ventilador, puerta giratoria y ¡hop!