Heimebane

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(Sudán).- Si ha muerto Sudán siendo el último macho de rinoceronte blanco que quedaba y un ser irracional de belleza tan difícil como asombrosa, es obvio que nuestra vida, pobres seres humanos desocupados, hacinados, denigrados, corre un serio peligro bajo el gobierno de la razón del que tanto presumen quienes viven de eso. La desaparición de una especie como la suya es una consecuencia del Antropoceno: se produce porque hay quien cree –y quien cree, cree en primer lugar tener razón, por más que la razón no encuentre en sus creencias sino una irresponsable perversión folclorista– que el «cuerno» de los rinocerontes posee propiedades medicinales (milagrosas, afrodisíacas) y tiene dinero suficiente para pagarlo a precio de oro. También los seres humanos producimos algunos de esos productos que los poderosos se obsequian en caso de compromiso (sangre, sudor y lágrimas) y estamos lo suficientemente lejos de la extinción como para no valer, en el mercado, ni la cien millonésima parte de lo que Sudán valía, se nos puede comprar y vender al por mayor.

El mercado tendrá que sustituir el cuerno de rinoceronte blanco por algo tan exótico y escaso, algún otro condensado de sufrimiento y arte de matadero que pueda ocupar el nicho que se queda vacío. Si alguien puede comprarlo, alguien lo venderá. Por qué hay quienes siguen afirmando que «el mercado» es imparcial, o inocente y, en consecuencia, intocable, es algo a lo que servidor no le apetece responder.

(Ovidio).- Servidor ha pasado la mañana con Ovidio. Si servidor rastrillaba, Ovidio iba cambiando de lugar el balón desinflado que es su juguete favorito estos días, poniéndolo a salvo de las garras del artefacto. Si servidor podaba, se alejaba y se echaba a revolcarse en la hierba húmeda o a mirar a un servidor como quien ve una película, o a perseguir un rato a los gatos, que le tienen tomada la medida y aceptan el juego a su manera (clasista, comanche). Si servidor sembraba semillas o bulbos, aparecía de pronto entre sus piernas y había que parar a hacer una pequeña ceremonia de juego y caricias para que se olvidase de desenterrarlos. La verdad es que no ayuda, pero acompaña (ayuda). Ovidio le mira a servidor a los ojos y encuentra exactamente lo mismo que servidor en los suyos.

(Inquietud).- La inquietud surge cuando cree notar otros ojos, servidor, y en efecto los hay. Un hombre y un niño le miran desde lejos, desde la valla de la huerta (¿cómo de lejos es eso, tánto?). Servidor mira al niño, busca la mirada del niño y saluda con la mano, sonriendo de oreja a oreja.

(Cine).- Un poco desorientado sin Raquel en casa, ha intentado ponerse a escribir sobre las cosas que aprendió en las películas; cosas útiles, materiales, no intelectuales o poéticas (servidor aprendió, por ejemplo, a quitarse un jersey viendo a Clark Gable en It Happened One Night, de Frank Capra); pero se ha puesto a llover y le ha venido a la cabeza aquella frase que una irresistible Salomé Jens le dice a Rock Hudson en Second (John Frankenheimer):

— Todo lo bueno sale de la lluvia.

Que nunca llueve a gusto de todos o, mejor dicho, que no nos entendemos lo aprendió a regañadientes servidor mientras aún frecuentaba el trato humano, pero lo corroboró hace unos años viendo Code inconnu (de Michael Haneke). Ha anotado algún título más (The Bad and the Beautiful, de Minelli, Körkarlen, de Sjöström) y quizás siga con su listado otro día, pero la lluvia ha sido tan convincente que al final se ha echado un rato (el placer de oír llover en sueños) y cuando se ha levantado eran casi las siete. Ha dejado entrar a Ovidio, que se ha quedado en la cocina dormitando con los gatos mientras servidor pasaba una aspiradora en el piso de arriba y (ya era hora) terminaba de leer (con ellos, en la cocina) La broma infinita, de Foster Wallace, que le ha durado más de lo que pensaba y seguramente menos de lo que va a durarle a partir de ahora.

Cenando ha visto las noticias (relación incompleta de distintos viajes): no, no nos entendemos.

(Heimebane).- Heimebane es uno de los últimos descubrimientos de un servidor. Una serie noruega creada por Johan Fasting y dirigida por Arild Andresen. Sólo ha visto cuatro de los diez episodios que promete la primera temporada, pero piensa volver a verlos con Raquel y seguir hasta el final. Ane Dahl Torp, que es más que una actriz, hace de una entrenadora de fútbol femenino (Helena Mikkelsen) que, de la noche a la mañana, se ve entrenando un equipo masculino de primera división. Su oponente (Michael Ellingsen, jugador y aspirante a la plaza) es John Carew (más que un futbolista, según parece). Teniendo en cuenta que una cosa es Noruega y otra el fútbol, ya pueden imaginarse las vicisitudes de la protagonista, y, si no pueden, lean los comentarios que la noticia ha suscitado entre los lectores del Marca digital. ¿De dónde sale esa gente? ¿Quién los crió riéndoles ciertas gracias?

La serie no se para en eso, no hace de eso el meollo de su propuesta (quizás porque una cosa es el fútbol y otra Noruega) y, aunque hasta ahora es, básicamente, una historia a la medida de Ane Dahl Torp –el resto de personajes (¿en un alarde de realismo, quizás?) no acaban de escapar de la tipología esperable en el entorno de un club recién ascendido y poblado de potenciales consumidores de cuerno de rinoceronte blanco– se desenvuelve en retos menos gruesos, más sutiles, dejando así que los árboles no nos oculten el bosque. Lo que en este país no hubiese nunca pasado de comedia, se nos presenta a través de una ficción que merece (y debe) ser leída más allá de su contexto inmediato. Que no va de fútbol, vamos.

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