No es nada infrecuente que ese verso inicial, surgido de la intuición entrenada o escuchado en un sueño sin mayor interés, acabe por hacerse seguir de todo un libro; ni que antes o después el autor lo retome y se pregunte si de verdad es preciso como precioso, si no es ya cosa ajena al salto que provocase.
Salto en sí, para sí. Salto nudo, que damos sin entenderlo.
Santificar la idea una vez que su resultado cumple (supera a) su impulso, ¿es una buena idea?.
No debería de ser un escándalo para nadie admitir que aquel motor transitorio no puede condenar a su movimiento a cargar para siempre con una reputación que puede encadenarnos a él como a una columna en la playa.
Por el bien del poema, el poeta limpia sus huellas antes de retirarse, de nuevo, a su laberinto.
Todas las intenciones de los seres humanos han querido siempre convertirse en una ciencia exacta que tan sólo provea pasos hacia algún sitio presuntamente estático y deseable, finales objetivo, verdades inmutables, soluciones trascendentes. Por eso hay religiones, capitalismo, política, o poesía de la experiencia; procedimientos incapaces de someterse a su cualidad de instrumentos, ávidos de solución. Toda solución es, empiezo a sospechar, una forma de represión.
El nudo como salto. Como camino sin cruces. Nudo que más se anuda cuanto más se deshace y que Alejandro no cortó literalmente, sino añadiéndole el paso de los dos filos de su aristotélica espada: causa y efecto.
Fragmento es totalidad y es vida. Personalmente, huyo de las creencias como de las teorías: el milagro es la inexistencia de dios, la maravilla es la gratuidad del universo. Ahí ando siempre, buscando otra sorpresa: el destino del libro grande más allá de su pequeño autor; una corta carrera, pero aún así más larga.
Un nudo, otro, que no se resuelva en el infinito ni se origine en la voluntad, o viceversa. Uno como año sine die, como escudo desnudo.
Estoy hasta los principios de desenlaces.